El mal

La mayoría de los creyentes occidentales creen que la explicación a sus males viene con todo detalle en el Génesis.  Según ellos, el castigo divino a nuestros primeros padres por haber cometido un raro pecado, y su posterior expulsión del paraíso, es algo que nos ha alcanzado a todos los humanos.  De esta forma tan prehistórica llevamos explicándonos el porqué de nuestros males durante milenios.  Y no vamos a culpar de esta irracional explicación a las religiones.  Ya hemos estudiado que el éxito de las creencias no solamente viene determinado por su capacidad de engatusar a los creyentes, sino porque, aunque lo hagan con descaradas fantasías, nos explican a su manera lo que todavía no somos capaces de explicarnos de otra forma.

Siguiendo en la línea de intentar desmitificar todas las fantasías religiosas que nos encontramos en los caminos espirituales, vamos a intentar ver tal y como es el mal de este mundo, tan mitificado en los infiernos, en los demonios, en el pecado, en el castigo divino, o en la ley del Karma.  Así que no vamos a entrar en el infierno de los demonios, vamos a estudiar el infierno del hombre.

            Todas las representaciones del mal en las realidades virtuales espirituales delatan que tras ellas existe una fuerza malvada de naturaleza muy humana, no reconocida habitualmente por los humanos.  Porque si habitualmente tenemos dificultades para reconocer nuestra divinidad proyectada en los dioses, también tenemos dificultades para asumir nuestra capacidad de hacer el mal.

El mal no es algo ajeno a nosotros, es una poderosa pulsación psicológica que se manifiesta de múltiples formas tanto en las realidades virtuales espirituales como en nuestra realidad virtual física.  Es una intencionalidad nuestra por mucho que siempre le echemos la culpa de nuestros males a dios o al diablo. 

Puede abrumarnos pensar en la gran responsabilidad que recae sobre nuestras espaldas, pero al pensar así también abrimos una puerta a la esperanza, pues ya no habrá dioses ni demonios que nos impidan mejorar nuestra existencia.  Si vamos asumiendo nuestra responsabilidad en los males de este mundo, mejor podremos ir combatiéndolos. 

No sabemos cuál fue la causa que nos indujo a tener la pesadilla en la que se puede convertir el vivir en este mundo.  Si nuestra hipótesis es cierta, no sabemos cuál fue la intención o el pensamiento que nos llevó a crear un vídeo-juego tan mortal, tan maligno y cargado de tanta posibilidad de sufrir.  Debimos de tener una malvada intención cuando creamos este mundo.  Aunque a lo mejor es una parte inocente de este vídeo-juego en el que estamos metidos, una dificultad a superar, un aliciente, un reto. 

Haya sido por la causa que fuera, el caso es que aquí estamos sufriendo muy a menudo los males de la vida.  Y ya va siendo hora de empezar a mirar el mal de frente, superando el miedo que podamos sentir.  El mal es un tabú, como lo era el sexo, o como lo son los dioses.  Por ello no nos resulta fácil ser objetivos en su estudio. 

Como ya comenté en un capítulo anterior, antes de enfrentarnos con el mal de este mundo, deberíamos de desarrollar la conciencia de nuestra divinidad.  Pero, como la mayoría de nosotros no nos sentimos divinos ni de broma, vamos a realizar una nueva incursión rápida ―de pocas páginas― por las zonas más recónditas de nuestro lado oscuro, para evitar que las personas más sugestionables podamos morirnos de miedo.

Para coger fuerzas, antes de iniciar tan peligrosa incursión, vamos a recordar de nuevo lo estudiado sobre nuestra auténtica naturaleza.  Si no olvidamos qué somos en realidad, podremos evitar perdernos entre las tenebrosas brumas que nos esperan.  Recordemos que somos en esencia amor.  Echemos un vistazo a la zona central de la única figura incluida en este libro:  Eso somos.  Ahora descendamos hasta la zona más baja de nuestro mapa, hasta el instinto de muerte, hasta el odio, la maldad y la violencia.  Maldades que están en nosotros, las sufrimos, pero no somos nosotros.

Si todavía no hemos entendido esto, podemos echar mano de nuestro  supuesto para entenderlo mejor.  El ser humano es un muñeco virtual, compuesto de la conciencia que lo habita y del mecanicismo robótico de su cuerpo carnal.  Pues bien, el mal pertenece a ese mecanicismo, pero no alcanza a nuestra esencia.  Lo sufrimos, pues estamos metidos en este mundo, pero no tiene nada que ver con nosotros.  El mal solamente es posible vivirlo en una ilusión, en un sueño, en una pesadilla, en una realidad virtual.  No se puede manifestar en nuestra esencia divina. 

Cuando en profunda meditación se accede esa profundidad sagrada nuestra, ella permanece intocable, intacta, inmaculada.  El mal solamente se manifiesta en los mundos virtuales, no en nuestra profunda esencia; desde ella podemos sustentarlo con la misma voluntad con la que algún día lo creamos, pero en ella no puede permanecer.  El amor, como cualquier ingrediente de nuestra esencia sagrada, es incompatible con cualquier tipo de mal.  El mal solamente lo podemos vivir en sueños, en el sueño de la vida de este mundo.  Nuestra hipótesis nos sirve para explicarnos por qué los seres humanos somos celestiales e infernales a la vez:  El bien somos nosotros, el mal solamente prevalece en nuestro sueño, pesadilla cuando los males aprietan.

Son muchos los males que pueden hacernos infelices.  Uno de los más importantes son las enfermedades.  A nuestro pobre cuerpo virtual le toca soportar lo insoportable, y a causa de eso enferma mucho más que él de los animales.  Siguiendo manteniéndonos en nuestra hipótesis, nuestro cuerpo es quien paga el pato del conflicto en el que está metido el ser humano, pues sufre intensas órdenes contradictorias: por un lado las del programa de la realidad virtual y por otro las de nuestra voluntad libre cuando decidimos ir contra natura.  Por un lado nuestro cuerpo está programado para vivir como un animal, pero por otro lo intentamos conducir como un espíritu, humano, provocándonos graves averías en nuestro cuerpo robótico físico, enfermedades tanto mentales como corporales.

Y si a las enfermedades le añadimos el envejecimiento, nuestros males aumentarán, pues tendremos menos defensas y, además, ya estaremos en camino de padecer la definitiva enfermedad que nos llevará a la muerte.  Punto final de toda vida de este mundo.

El instinto de muerte, incluyendo a toda forma de violencia, sella el mayor número de males padecidos por el ser humano.  Por ello vamos a centrarnos en su estudio, por su importancia y porque la muerte, al ser uno de los mayores tabúes del mal humano, tenemos dificultades para verla tal y como es.  En especial los creyentes, creen que la muerte y las enfermedades son designios divinos que solamente los herejes podemos cuestionar.  Esta especie tupido velo en torno a la muerte lo ha heredado nuestra civilización de las creencias religiosas que dominaron el mundo.  Cortina de humo que nos impide ver la muerte como es, pues, aunque no seamos creyentes, muy a menudo no nos cuestionamos la existencia de la muerte, es algo tan “natural” que lo tenemos asumido, a la vez que procuramos olvidarla, hasta que se nos acerca o le llega a algún ser querido.

Incluso no consideramos a la muerte como el representante supremo del mal, el único mal sin remedio.  El instinto de muerte es la fuerza del mal mayor que subyace en nuestro inconsciente.  Siempre nos aterrorizó tanto pensar en el final que nos espera que terminamos por arrojar a la muerte fuera de nuestros pensamientos más comunes.  Por un lado rehuimos enfrentarnos con la muerte y con la violencia, pero por otro lado las tenemos hasta en la sopa.  Es alarmante las horas que un ciudadano medio se pasa delante del televisor viendo como chorrea la sangre de su congéneres, seducido por los cataclismos naturales, por los accidentes, o por las películas de carácter violento que invaden nuestras horas de ocio.

El instinto de muerte, como ya hemos visto en el capítulo destinado a estudiarlo, es el único instinto que atenta contra la vida.  El único que nos da el placer de matar o de suicidarnos, de herir o de herirnos, de agredir o de ser agredidos.  La atracción por la muerte nos crea la mayor contradicción a los seres humanos, por eso hemos arrojado al inconsciente a semejante instinto, porque sino nos volveríamos locos.  Es el mal de todos los males.  Tan poderoso que alcanza la categoría de dios o de ángel en muchas creencias.  Es un mal casi santificado por los creyentes, y venerado por los no creyentes.  Nuestra cultura pacifista y naturista nos impide ver a nuestra santa madre Naturaleza como una madre asesina.  Cuando la Naturaleza mata, no la vemos con malos ojos, tenemos tan “naturalmente” asumida su santa benevolencia que no la culpamos de nada, aunque sepamos que, gracias a sus leyes, todos sus hijos tienen que comerse los unos a los otros para sobrevivir.  Repito que nuestros ancestros eran más sinceros al respecto, adoraban a sus diosas representantes de la Naturaleza, imágenes bellísimas, pero con un reverso horriblemente diabólico.  Si no vemos a nuestra amada Naturaleza tal y como es, mal nos vamos a comprender nosotros.  No podemos seguir considerándonos los seres humanos las ovejas negras de la gran madre Naturaleza.  Nuestra santa madre es la portadora de gran maldad de la muerte y de la violencia, no nosotros.  Nosotros somos dignos hijos de ella, y de tal palo tal astilla. 

Se dice que el ser humano está desnaturalizado porque atenta contra la Naturaleza de este mundo.  Pero eso no es cierto.  No es contranatural agredir a los demás o al medio ambiente, la violencia es de lo más natural de este mundo.  Si atentamos contra nuestra madre es porque ella primero atenta contra nosotros matándonos uno a uno sin piedad. 

Y al decir que el mal humano está en las leyes naturales, no quiero eludir  nuestra responsabilidad en la creación y permanencia del mal en este mundo, pues es muy posible que nosotros hayamos tenido mucho que ver en la creación de las leyes naturales.  Nuestra hipótesis puede llevarnos a deducir  que este mundo virtual lo programamos nosotros tal y como es, y lo mantenemos vivo por voluntad propia.  Así que mantenemos el mal vigente por voluntad propia.  Es como si estuviéramos viviendo un sueño que de alguna forma estamos deseando, o como si estuviéramos viviendo en una realidad virtual que nosotros mismos hemos creado.  El mal, la violencia, el instinto de muerte, junto al resto de las leyes naturales, estarían lo más profundo de nuestra mente colectiva, mantenidos vigentes por la propia voluntad de nuestra raza humana.  Yo me inclinaría por pensar que es el tremendo odio, capaz de sentir el ser humano, la semilla de todos los males de este mundo, incluida la muerte.  El odio es lo más opuesto a nuestra naturaleza de amor, por eso puede que sea el ingrediente más importante en la creación de este mundo tan falto de amor.  Esperemos que nuestra hipótesis pueda a ayudarnos a descifrar la complejidad del mal de nuestro mundo y nuestra participación creadora.  Pero hasta que lleguemos a entender todo esto, podemos ver el mal como un principal ingrediente de la Naturaleza.  Para eso no necesitamos hipótesis alguna, es evidente.

Por lo tanto, el mal humano es un mal muy “natural”.  Es muy importante reconocer este hecho.  Si no lo hacemos continuaremos echando la culpa de nuestros males a los dioses, a los demonios, o a nuestro prójimo.  Si no reconocemos de donde nos viene el mal, aunque no creamos en el demonio, acabaremos demonizando a nuestros enemigos, a los terroristas, a la sociedad, al mundo, al gobierno, al progreso, a los delincuentes, o a cualquier cosa que caprichosamente nos asuste.

Nunca hemos dejado de echarnos las culpas los unos a los otros de los males que vivimos.  Echar la culpa de los males de este mundo a los que consideramos malos, es garantía de vivir en guerra.  Así no encontraremos nunca la paz.  Las guerras se sustentan en la lucha contra los malos, y los contendientes de cada bando siempre consideran que los malos son los del bando contrario.  Si seguimos jugando a buenos y malos, continuaremos manteniendo vivas las guerras.  Los documentos escritos más antiguos nos hablan de este viejo-juego mortal.  El mal ha conseguido que nos matemos durante milenios, y todavía no lo hemos visto de frente; no sabemos muy bien de qué se trata.

El mal de este mundo tiene la propiedad de esconderse de tal manera que no somos capaces de verlo.  De esta forma llevamos miles de años, culpando de los males a todo aquello que se nos antoja sospechoso y no tiene culpa alguna.  Así consigue el mal engrandecerse, hacerse más maligno.  El hecho de no reconocer su auténtica naturaleza nos conduce a bajar la guardia y a facilitarle acabar siendo sus víctimas.  Su capacidad de disfrazarse le permite hacer mucho más daño impunemente.  Por eso es esencial enfrentarnos a él, mirarlo cara a cara, aguantando el miedo, hasta que descubramos su debilidad.  Nuestro supuesto delata su naturaleza virtual, su inexistencia, algo que nos puede ayudar a acabar con nuestros males. 

Pero mientras ese momento llega, mientras no consigamos pararle los pies, el mal seguirá matando.  El instinto de muerte seguirá tomando los rumbos más insospechados para hacernos morir.  ¿Creen ustedes que nuestra flamante revolución cultural, basada en la realidad virtual, todavía casi sin estrenar, se va a librar de contaminarse?  El instinto de muerte aprovecha toda oportunidad para meterse allí donde la limitada inteligencia se lo permite.

Nuestra hipótesis podría inducir a pensar que, como somos cuerpos virtuales, se puede matar o morir sin que ello tenga demasiada importancia.  Pero hemos de tener claro que, aunque nuestro mundo no exista, para nosotros sí que existe; una pesadilla no existe excepto para quien la padece.  La muerte para quien la vive, aunque sea en sueños, la vive como real.  El tenso acontecer del suicidio, justificado por la razón que sea, no es sino una fuerte atracción instintiva por la muerte.  En nuestro supuesto podríamos contemplarla como una fuerte seducción que el vídeo-juego en el que estamos metidos ejerce sobre los suicidas, es como dejar al mal que nos dé el jaque mate antes de tiempo sin hacer nada por evitarlo.

Lamentaría profundamente que esta nueva visión de nuestra realidad, expuesta en estos últimos capítulos, indujera al suicidio o al asesinato.  Pero no me extrañaría nada que así sucediera.  Nuestro instinto de muerte siempre busca excusas para alcanzar su fin.  No sería la primera vez.  La Historia está llena de matanzas justificadas por ideologías absurdas, el instinto de muerte siempre buscará justificaciones para matar incluso donde no las haya.  Y el hecho de que nos demostremos que estamos en el interior de un vídeo-juego puede dar pie a pensar que se puede matar impunemente. 

Hasta que encontremos nuevas formas mejor de atajar el mal de este mundo, las leyes represivas de la violencia serán la única salvaguarda para mantener a raya el tremendo instinto autodestructivo de nuestra raza que nos hace matarnos los unos a los otros,

Hemos de defender la vida del instinto de muerte, aunque sea dando palos de ciego.  En capítulos anteriores dije que estuviéramos alerta cuando oyéramos en cualquier camino espiritual hablar mal de este mundo, no porque estuvieran equivocados, aunque muy a menudo exageran demasiado, sino porque tras ello puede existir una inducción al suicidio o a abandonar nuestras necesidades básicas provocándonos un lento morir.  Yo estoy haciendo ahora algo semejante al poner de manifiesto el mal y la ilusión de este mundo, pero a la vez estoy proponiendo luchar contra el instinto de muerte, al menos hasta que consigamos desprogramarlo definitivamente.  Mientras tanto, sólo tenemos la lucha por una vida digna y feliz como la única defensa contra la atracción de la muerte; solamente defendiendo nuestra vida podremos dedicarnos a intentar combatir todos los males de este mundo.