SOBRE EL AUTOR Y SU OBRA                                Octubre de 2019

 

Los hechos que me animaron a escribir comenzaron a sucederme al principio de la década de los cincuenta. Cuando a mis dos años de edad me contagiaron la tuberculosis y cuando dos años más tarde me contagiaron la sífilis.  

Me curaron a costa de tantos antibióticos que pronto dejaron de hacerme efecto. Me tuve que acostumbrar a vivir con muy poca salud, indefenso ante las infecciones, y con una delgadez extrema que se me quedó en el cuerpo para siempre. Los médicos le dijeron a mi madre que probablemente yo no llegaría a ser adulto.

A pesar de esto, a los diecinueve años me alisté en el servicio militar, obligatorio en España en aquellos tiempos.  Pasé el reconocimiento médico y me consideraron apto para el Ejército. Todo parecía irme bien hasta que caí enfermo. Cinco meses los pasé en el hospital militar.  Tres médicos me atendían y ninguno de ellos podía curarme.  Me iba a ir al otro mundo por una simple infección de piel.  Las fuertes dosis de antibióticos que me daban no podían acabar con la estafilococia. Los furúnculos que me salían eran enormes y muy dolorosos.  A veces tenía hasta diez repartidos por el cuerpo. No podía ni dormir. En la cama no encontraba postura alguna donde no me apoyara en alguno de ellos.

Tengo muchas cicatrices.  El cirujano militar, que me curaba las heridas en el quirófano, me decía que parecía llegado de un frente de guerra donde me habían ametrallado.  Me recuerdo gritando, agarrándome con todas mis fuerzas a la camilla, intentando moverme lo menos posible porque el capitán médico no cesaba de ordenarme —a gritos también— que me estuviera quieto.  Él me sacaba el pus de los agujeros del cuerpo y me raspaba los huesos cuando la infección había llegado a ellos.  Y todo esto en vivo, sin anestesia, sin moverme y sin tomar ni un calmante.  Recuerdo que en estas curas casi perdía el conocimiento.

Llegué a creer que pronto me iba a morir.  Pero entonces los acontecimientos dieron un giro de ciento ochenta grados: Otro soldado ingresado en el hospital me prestó un libro de Yoga y en pocos días aprendí a realizar unos sencillos ejercicios respiratorios que aumentaron mi vitalidad.  Pude salir del hospital y acabar el servicio militar.

Mi vida cambio por completo.  Había descubierto que existían otras formas de curarse aparte de las tradicionales y empecé a buscarlas desesperadamente.  Me iba en ello la vida.

No fue un camino fácil. La década siguiente, de los veinte a los treinta años, no estuve en peligro de muerte, pero caía enfermo muy a menudo.  Me costó unos cuantos años acabar totalmente con la estafilococia y dejar de tomar antibióticos.  Fui mejorando poco a poco aplicándome los remedios alternativos que me iba encontrando. 

A los 35 años conseguí alcanzar una buena salud. Y, como ya no necesitaba cuidados, pude abandonar la casa de mis padres e irme a vivir solo. Todo un lujo para mí.  Fue una época fantástica que me duró hasta los 50 años. Luego empecé a decaer.  Y ahora, a mis 69 años, me cuesta mucho encontrar remedios para los incesantes achaques que solemos tener las personas mayores.  Me veo obligado a usar la medicina oficial y a la vez continúo buscando otras formas de mejorar la poca salud que tenemos los ancianos. Desde aquel primer libro de yoga, nunca he cesado de hacerlo, se me convirtió en un hábito que no puedo ni quiero detener.

Esta búsqueda de salud para mi cuerpo siempre estuvo acompañada por la búsqueda de salud para mi alma.  La posibilidad de que las enfermedades me obligaran a abandonar la Tierra despertó mi interés por ir al cielo. Con una educación católica, ya en mi adolescencia era un jovencito con tanto fervor que alcancé unas experiencias espirituales muy intensas, al estilo de muchos santos, muy enamorado de Jesús. Hasta el punto de llegar a sentir que el morirme era una gozosa oportunidad para estar junto a él.  Fue un amor que también me ayudó a sobrellevar mi vida enfermiza en aquellos años.

Pero en cuanto comencé a vislumbrar las posibilidades de poder curar mi cuerpo y cambié los evangelios por los libros de yoga, mis experiencias místicas comenzaron a abandonarme y yo empecé a interesarme más por vivir en este mundo.

Con mi cuerpo contento porque se me iba curando, y con el alma herida porque perdía el primer amor de mi vida, decidí abandonar la idea de vestir la sotana trapense y me puse el traje de explorador. Además de la educación católica había recibido también la educación científica que —aunque poca— también se daba en las escuelas por aquellos años.

Me compré una mesa de oficina que enseguida se me empezó a llenar de apuntes y de libros científicos.  Mi curiosidad era voraz.  Por un lado, el instinto de supervivencia me impulsaba a estudiar y a probar las medicinas alternativas. Y, por otro lado, como necesitaba encontrar explicaciones para todo lo extraordinario que había vivido en el seno del catolicismo, me introduje en muchas sectas, acumulando conocimientos y experiencias.

Pronto empecé a sentir la necesidad que siente todo explorador por contar lo que va descubriendo. Y decidí contarlo por escrito a pesar de no conocer el arte de escribir y sin apenas tiempo libre.  Mi jornada laboral de ocho horas, más las tres o cuatro horas diarias de media que metía en mis estudios y exploraciones, me ocupaban casi todo el día.  Como no dormía mucho, recuerdo que escribía de noche.  En estas condiciones necesité otros 25 años de mi vida para acabar publicando mi primer libro en Internet. 

Empecé escribiendo a mano, reescribiendo cada folio una y otra vez —unas diez veces de media— hasta observar que se entendía bien lo que yo quería decir.  Me ayudaba mucho leer a escritores que admiraba.  Aprendí mecanografía, estudié gramática, redacción y ortografía; aunque de esta última nunca pude aprenderme todas sus reglas. A muchas de mis amistades les rogaba que me corrigieran las faltas de ortografía que pudieran encontrar en mis escritos, pero aun así se escapaban algunas.  Por eso les ruego que me perdonen si al leerme se encuentran con ellas. De todas formas, las que puedan quedar espero que no dificulten comprender lo que escribo.

Intentando mejorar mi productividad, tuve un par de máquinas de escribir eléctricas, pero mi método continuaba siendo agotador.  Luego llegaron los ordenadores y continúe haciendo lo mismo, pero en mucho menos tiempo.  Sin ellos no habría podido escribir ni la mitad de lo que tengo publicado.  Luego llegaron los correctores ortográficos y después los gramaticales que me vinieron como caídos del cielo.

En los primeros años intenté escribir mi autobiografía, pero al final lo acabé desechando.  Después terminé una novela de ciencia ficción que también acabó en la basura.  Necesitaba un nuevo estilo literario donde me cupiera todo lo que había descubierto y me permitiera ir añadiendo los nuevos descubrimientos que realizaba mientras escribía; además de que también me permitiera expresarme de la forma más rigurosa, clara y sencilla posible.  Así que intenté imitar otros estilos como el ensayo, el informe científico, el periodismo de investigación o la tesis.  

Con estos buenos deseos, y sin ser experto en ninguna de estas disciplinas, empecé a agrupar por temas todos los papeles y los apuntes que se apilaban en mi mesa, y también intenté hacer lo mismo con toda la información que se me amontonaba en la cabeza. No fue tarea fácil.  Diez años me costó hacerlo, pero al final lo conseguí. Acabé una especie de enciclopedia temática con más de cien capítulos y más de quinientas páginas que publiqué en esta web en el año 2000.  Pronto empezaron a llegarme los mensajes de agradecimiento por publicarlo gratis en internet.  Entonces comprendí que todo mi esfuerzo había merecido la pena.

Más tarde escribí otros dos libros que también se publicaron.  El último se quedó sin acabar en 2006.  A los 56 años tuve que dejar de escribir.  Ya no podía continuar con ese tren de vida, la edad me empezaba a pasar factura.

Y ahora, ya jubilado, tampoco veo la manera de sacar tiempo para acabar mi último libro.  Sigo viviendo solo, y las actividades que realizo para evitar caer enfermo, sumadas a las tareas del hogar, me ocupan casi todo el día.  Y con la pensión que tengo no me llega para pagar a una persona que me ayude en los quehaceres.  Alguna ayuda económica me vendría muy bien. Ya sean subvenciones, mecenazgos, becas, donaciones o patrocinadores.  

Siempre me he negado a poner precio a mis trabajos porque considero que contienen informaciones demasiado importantes para la evolución de la Humanidad.  Nunca me perdonaría que hubiera personas que no pudieran leerlos por falta de recursos económicos.

Espero que los disfrutéis.  Un saludo: Guzmán Marín.