El sexo
Como acabamos de comentar en el capítulo anterior, la magia negra ha conservado la ancestral costumbre de finalizar ciertos rituales de adoración populares con orgías sexuales. El sexo casi siempre estaba incluido en los rituales sagrados de nuestros antepasados, no solamente como relaciones humanas, sino como fertilidad de la tierra, sexualidad de los animales e incluso de otros elementos naturales asexuados por naturaleza, como puede ser el sol la luna o las estrellas. El sexo y la violencia estaban casi siempre presentes en las realidades virtuales espirituales de nuestros antiguos. Sus fiestas populares eran muy a menudo a la vez que sagradas, sexuales, incluyendo algún tipo de sacrificio; en su espíritu religioso se manifestaba tanto el placer como el dolor, podía adorarse a la diosa de la fertilidad así como a algún dios sediento de sangre, representante de los impulsos de muerte, que exigía alguna víctima, ya fuera humana o animal.
Como venimos afirmando, el hombre antiguo vivía todas sus dimensiones unidas, y las manifestaba en sus rituales. Todavía quedan residuos de estas celebraciones religiosas en lugares alejados de nuestra civilización, donde sucede toda esta mezcolanza de impulsos humanos que a nosotros nos pueden parecer contradictorios. Nuestra cultura ya no admite mezclar la religiosidad con el sexo ni con la violencia, en nuestra mente no cabe tal fusión, aunque en nuestra vida se continúen manifestando mezcladas tal y como el hombre las ha vivido siempre.
Al igual que sucedió con la violencia, la implantación de las religiones castas y pacifistas hicieron desaparecer el sexo de las fiestas religiosas en nuestra civilización. La sexualidad se convirtió en algo dedicado exclusivamente para la procreación, y las orgías desaparecieron de los rituales sagrados. Esto produjo una escisión en las vivencias de las fiestas populares, ya no se podía vivir unido placer y religiosidad, pues el placer se convirtió en vicio incompatible con lo sagrado. En consecuencia, las fiestas se dividieron en religiosas y profanas. El hombre siguió viviendo sus dimensiones orgiástica y religiosa por separado. Durante las festividades religiosas, en las iglesias se adoraba al dios monoteísta y a sus santos y mediadores, y, fuera del templo, el pueblo, continuó viviendo su dimensión orgiástica en la clandestinidad de las noches de las fiestas. Esto lo podemos observar hoy en la mayoría de nuestras festividades religiosas: durante el día suceden los ritos religiosos en los que se predica la virtud, mientras por la noche gran parte del pueblo se dedica a vivir el vicio. Es muy difícil erradicar de los pueblos costumbres ancestrales, siglos de rigurosos decretos religiosos represores no lo han conseguido.
Cada fin de semana se santifica con rituales sagrados castos, y, a su vez, el pueblo, en especial los jóvenes, viven su orgía sexual en el sábado noche. La única diferencia que existe entre las modernas orgías populares y las ancestrales, es que éstas se realizan a escondidas, no son públicas, y tampoco se viven como un ritual sagrado. Me pregunto si habrá más diferencias entre aquellos pueblos ancestrales danzando al ritmo de la percusión de los tambores sagrados en las horas previas a la orgía ritual, en torno a los menhires, tótems fálicos o diosas de la fertilidad, y los bailes de nuestros jóvenes al ritmo del rock o del bacalao en las horas previas a las orgías privadas que cada cual vivirá en el sábado noche.
He de confesar que la mitad de los años, aproximadamente, que permanecí en el interior de las sectas, fueron en vías castas, donde el sexo quedaba relegado a una mera función fisiológica de escasa importancia e incluso molesta para el caminar espiritual. La opción de la magia negra nunca me resultó atractiva, la paz espiritual que buscaba nunca esperé encontrarla en esos rituales donde tienen acceso tanto hervor de pasión humana. También he de reconocer que en esos años, a pesar de huir de las pasiones en mi caminar espiritual, estas no cesaron de hervir en mis profundidades. Exceptuando una corta época de un año, nunca se me calmaron del todo las ganas sexuales, y los enamoramientos se me sucedían uno tras otro intentando romper mis anhelos espirituales más castos.
Hay que tener siempre en cuenta, y esto conviene no olvidarlo, que cuando uno practica una vía espiritual efectiva que lo pone en contacto con los elixires emitidos por la experiencia sagrada, si ésta es de una buena calidad, tendrá como ingrediente inevitable a la belleza. La armonía espiritual es siempre hermosa. Ahora imagínense ustedes una comunidad sectaria, embriagada por los elixires divinos, formada por gente embellecida por una especie de santidad compartida; en ese ambiente las ganas de enamorarse los unos de los otros no cesan de producirse. En unos sencillos cursillos espirituales de fin de semana, donde lo sagrado se manifieste con calidad ―repito― nos convertimos en personas radiantes, y no resulta extraño descubrir entre esas personas que nos acompañan al príncipe azul o a la princesa rosa de nuestros sueños. La atmósfera sagrada se convierte así en un notable afrodisíaco, gracias a sus propiedades embellecedoras y liberadoras de toda represión, sexuales en muchos casos. No es de extrañar que muchas doctrinas religiosas hayan impuesto la castidad a sus seguidores, de esta forma intentan no perturbar la paz espiritual con algún que otro desmadre pasional, algo que no siempre consiguen. En aquellas sectas que la castidad no es impuesta, es habitual que los amoríos sorpresa se den muy a menudo.
No está nada mal estar avisado de estas sorpresas que nos puede dar la vida en los ambientes sectarios. Uno puede ir a un cursillo espiritual buscando aprender la paz de espíritu, y se puede encontrar sumergido en una aventura amorosa que puede hacerle perder la poca paz de espíritu que ya tenía antes de ir al cursillo. Pero, como dice el refrán, para muchas personas: “sarna con gusto no pica”.
Incluso es frecuente encontrar en las sectas a ligones profesionales que, conociendo las propiedades afrodisíacas de las drogas sagradas, consiguen que las novatas sectarias caigan rendidas en sus brazos, hechizadas por el brillo de su mirada celestial. Unos ojos que ven a dios, son unos ojos que enamoran. Lo sorprendente es que, entre tanta divina mirada, la fuerza del sexo consiga que acabemos mirando aquello que sonrojaría a los castos dioses que habitualmente adoramos.
No hay que subestimar ni tomarse a broma esto que estoy diciendo. Las probabilidades de enamoramiento en los ambientes sagrados son muy elevadas. Si usted no tiene inconveniente de que le suceda o incluso lo encuentra atractivo, no hay problema; pero si usted es una persona con un compromiso de pareja estable, casada, en incluso con hijos, y una familia que no desea perturbar en absoluto, queda advertida del riesgo que corre en esos ambientes “espirituales”. Se lo digo por experiencia. Si no se desea dar paso al enamoramiento, con estar vigilante para que no se produzca, es suficiente. Al fin y al cabo, si usted es mujer, y ha creído ver al príncipe azul de sus sueños en alguno de sus compañeros de secta o de cursillo espiritual, le puedo garantizar, con muy pocas probabilidades de equivocarme, que ese príncipe azul se volverá a convertir en rana en cuanto terminen los efectos del seductor carisma que ahora le envuelve. Esto es algo que también se lo digo por experiencia: yo he pasado de príncipe a rana y viceversa en muchas ocasiones en mi vida.
A pesar de no ser un hombre apolíneo, la belleza espiritual me ponía tan atractivo en ocasiones y estaba tan rodeado de mujeres hermosas, que terminaba por ligar más que si me hubiera ido el fin de semana de fiesta profana en vez de cursillos espirituales. Conscientemente no era un ligón profesional, pero inconscientemente no puedo negar que lo fuera. Mi voluntad de castidad sucumbía muy a menudo ante los encantos “espirituales” de alguna de mis divinas hermanas. Durante los años que duraron mis intenciones de castidad, fui asaltado en innumerables ocasiones por la sorpresa del enamoramiento. Mi añorada paz espiritual era perturbada por uno de los impulsos humanos más intensos que podemos vivir. La verdad es que, en aquellos años, siempre sentía que mi dimensión sexual no terminaba de integrarse en mi paz espiritual, pues mi sexualidad seguía pidiendo guerra.
Exceptuando las vías espirituales que dedican sus cursillos espirituales a poner cilicios en sus deseos más animales, la vivencia de lo sagrado escarba en el fondo de las personas, la paz espiritual libera las represiones, y una sexualidad reprimida puede estallarnos en las mismísimas narices en los momentos más tranquilos y sagrados de nuestro caminar espiritual.
Durante muchos años no supe acomodar al bienestar espiritual de mi casta alma lo que bullía en mi cuerpo. En los comienzos de mis últimos diez o doce años de caminar por las sectas, coincidiendo con la explosión de un gran número de diversidades de métodos de realización espiritual, encontré ciertas vías que prometían fundir la armonía del alma con la del cuerpo, en las que se podía vivir el impulso sexual unido a lo sagrado. Métodos que, sin ser magia negra, prometían divinizar la sexualidad a la vez que humanizaban el espíritu. Así que, después de tantos años de represión, aquella noticia me alegró el alma, y el cuerpo también, naturalmente.