El pecado, la culpa y el karma
Nuestra civilización cristiana lleva padeciendo el síndrome del mártir desde sus orígenes. Ya el antiguo testamento nos cuenta como metimos la pata y nos ganamos la expulsión del paraíso en el que vivíamos. Este mito lleva amargando la vida de gran parte de la Humanidad desde hace miles de años, los golpes de pecho y la culpa no nos han aplastado totalmente porque por suerte siempre existieron los hombres de poca fe. La creencia de que somos terribles pecadores se afianzó todavía más con la muerte de Cristo. Somos tan perversos que fuimos capaces de torturar y de matar al hijo de dios. Miles de templos nos han recordado durante siglos ―y nos lo continúan recordando― el dramático final de nuestro favorito mediador estrella; la tétrica imagen de Cristo clavado en la cruz de los altares de nuestras iglesias nos muestra nuestra maldad, nuestro pecado y nuestra culpa, todo ello reforzado por el incumplimiento de unos mandamientos divinos prácticamente imposibles de cumplir.
La expiación siempre ha sido necesaria, y el martirio la forma más gloriosa de alcanzar el cielo. Casi todos nuestros santos fueron mártires. El santo o el profeta debían de tener vocación de martirio y esperar felizmente a que sus perseguidores les sometieran a tortura. Antiguamente no había otra forma de purgar definitivamente las culpas, todo místico debía de ser adicto al suplicio si quería alcanzar el éxito, sus males eran anheladas pruebas divinas, un honor que dios le hacía para ayudarle a alcanzar el cielo. Esta tradición masoquista asegura que sin sufrimiento no hay progreso espiritual. Tan profundamente es deseado el martirio que, a falta de crueles infieles martirizadores en la actualidad, hay fieles —elegidos por dios— que sufren el honor de padecer los estigmas de Cristo para no perder nuestra santa tradición masoquista; los fenómenos paranormales están al servicio de los impulsos psicológicos más ancestrales y profundos. La vida, pasión y muerte de Cristo, ha sido siempre fervientemente imitada por sus devotos, (pero parece ser que ninguno consiguió imitarle en su resurrección).
La vocación de martirio no es exclusiva del cristianismo, en muchas otras vías religiosas también se practica. La mortificación del cuerpo se considera en muchas ocasiones como camino imprescindible para alcanzar la virtud y purgar el pecado, se cree que el maltrato, el desprecio y el abandono de la carne y de todo lo material, es necesario para alcanzar el mundo espiritual.
Esta creencia es aterradora, y es capaz por sí sola de impedir el progreso del estado de bienestar de multitud de países subdesarrollados, afianzados en unas creencias que fomentan su status miserable. El hambre, la miseria, las enfermedades, y todo tipo de penalidades son castigo de dios, expiación de las culpas humanas, son algo inevitable ante lo cual sólo hay una postura virtuosa y digna de ser adoptada: sufrir con paciencia de santo, siguiendo el ejemplo del santo Job. Rebelarse contra el sufrimiento es un atrevimiento de impíos.
Pero estas creencias no fueron impuestas en sus principios por una capricho de las entidades religiosas, fueron y son la explicación más convincente que los hombres siempre se han dado a sus desgracias. El castigo divino y la expiación de culpas son las justificaciones asumidas por el pueblo llano a todos sus males. Una sociedad apesadumbrada se pregunta qué habré hecho yo para merecer esto, e inmediatamente vienen las respuestas espirituales del pecado o del mal karma. Cuando los individuos de una sociedad sufren cualquier tipo de mal, se convierten en terreno abonado para que germinen en ellos las semillas del miedo, y vislumbren todo tipo de sombras tenebrosas en los cielos.
Así que, por un lado, podemos observar como una creencia influye en la sociedad, y, por otro lado, observamos cómo el estado de bienestar o de malestar de una sociedad influye sobre las creencias. Esta influencia mutua es muy digna de ser tomada en consideración a la hora de estudiar los cambios sociales de un país o de un tipo de civilización.
Nuestras décadas de paz disfrutadas en Occidente, y el desarrollo tecnológico, han supuesto un cambio tan notable en el grado del bienestar en nuestro pueblo que inevitablemente las creencias espirituales se han visto afectadas. A pesar de que las tendencias más tradicionalistas permanecen manteniendo las antiguas creencias, la ausencia de grandes males en las vidas de la mayoría de los individuos está consiguiendo que los grandes patrones religiosos atormentadores estén perdiendo credibilidad. Como ya hice alusión en el capítulo “La evolución de los dioses”, están apareciendo en el seno de las sectas nuevos objetivos devocionales. Aunque los personajes divinos sean los mismos, la visión de éstos está cambiando considerablemente. Al mismo Jesucristo ya no se le representa en sus momentos trágicos de la crucifixión, aquello es un agua pasada hace dos mil años que muy poco tiene que ver con la gloria libre de todo sufrimiento que ahora ven en él sus más modernos seguidores. Los mediadores más modernistas, incluyendo a los gurús, son aquellos que predican una espiritualidad libre de culpa y de grandes castigos para el pecador.
Cierto es que los tradicionales sistemas religiosos todavía continúan vigentes, pero, si les prestamos atención, veremos que están sustentados por personas adictas al apesadumbramiento, enganchadas a alguna forma de sufrimiento personal, muchas de ellas padecieron en su juventud o infancia la tragedia de una guerra, dolor de un mal no olvidado que se mantiene vivo en su espiritualidad, estimulando la aparición del castigo divino, de la culpa o de la expiación dolorosa. Los países que dieron al olvido y al perdón los desastres bélicos que sufrieron, olvidan más fácilmente la ira divina, la culpa y el pecado.
En Occidente, las tendencias espirituales más modernas reducen considerablemente estos dolorosos conceptos, son elegidas por personas que no padecieron grandes tragedias sociales o personales en su vida o por aquellas que ya las olvidaron y las perdonaron. Se duda que para llegar a dios sea necesario sufrir grandes padecimientos o amenazas, y se emprenden caminos de búsqueda mucho más agradables y llevaderos, más en sintonía con el tipo de vida que disfruta el ciudadano medio. El aumento del estado del bienestar reduce el sufrimiento, y a su vez se reduce la sensación de castigo, que a su vez reduce la sensación de haber pecado, que a su vez reduce la sensación de culpa.
Los diferentes infiernos de las diversas realidades virtuales espirituales religiosas, con sus demonios incluidos, están perdiendo credibilidad. No cabe duda de que estas diabólicas creaciones virtuales son en parte reflejo de las infernales condiciones de vida en las que vivían nuestros antepasados.
A medida que los derechos humanos se vayan implantando en el mundo, los viejos sistemas religiosos atemorizantes irán perdiendo credibilidad. Cuando se reducen los padecimientos del pueblo, merman los temores circunstanciales donde enraízan los horrores de las religiones. La reducción de las injusticias sociales convierte a los creyentes en personas dignas de ser amadas por un dios con un amor verdadero, completo y sin fisuras, sin ira y sin dolorosos castigos. De ahí la importancia de la extensión por todo el mundo de los derechos humanos, su implantación mundial mermará la creencia en los temibles castigos divinos. Y nuevas formas de enfocar la culpa menos trágicas se asentarán en las culturas.
En Occidente ya hemos aceptado novedades importantes traídas de Oriente. La ley del Karma nos ha venido como anillo al dedo para empezar a ir suplantando el concepto de pecado. El concepto kármico, al ser semejante a una cuenta corriente celestial, merma la vieja sensación infernal del pecado. En esta especie de cartilla de ahorros, las obras buenas nos generan ingresos, mientras que las malas nos generan deudas; teniendo en cuenta que las deudas hay que pagarlas siempre, con obras buenas, claro está. Cuando oímos que ésta o aquella persona tiene mal karma, entendemos que su cuenta corriente esta en números rojos. Naturalmente, esta filosofía de pagar las culpas de nuestros pecados con obras buenas, durante las vidas que haga falta en este mundo, resulta mucho más atractiva que pagarlas mediante un abrasarse vivo eternamente en los infiernos. Sin embargo, no olvidemos que la ley del Karma continúa teniendo notables semejanzas con el castigo eterno, es una especie de ojo por ojo justiciero muy severo, en ocasiones las deudas pueden ser tan grandes que al creyente en la reencarnación se le exige un pago de vidas y vidas de sufrimiento en este mundo semejante al que se le exige por toda la eternidad en los infiernos al tradicional creyente pecador.
Pero, como esta nueva creencia encaja con nuestro actual concepto de la justicia y de pensamiento económico, está teniendo una buena aceptación en las modernas tendencias espirituales. Nos parece justo que alguien que ha cometido malas acciones pague con buenas acciones, y, si no lo hace así, que sufra en vida todo lo que él ha hecho sufrir. Aunque este juego de justicia puede ser eterno también, porque durante toda una vida es muy difícil que al mismo tiempo que hacemos buenas obras no hagamos daño a nada ni a nadie. Si nos tomamos muy en serio el juego del Karma podemos acabar como los miembros de esa secta hindú que van barriendo el terreno delante de ellos, cuando caminan para no pisar ningún insecto, y evitar así hacer un daño a un ser vivo que pudiera descompensar su cuenta corriente de buenas obras.
De todas formas, modernas tendencias afirman que el Karma es negociable, sólo es necesario ponerse en contacto con los banqueros espirituales y renegociar con ellos el préstamo. Lo malo es que los señores del Karma que financian nuestra deuda están en el cielo, dificultando la negociación por falta de comunicación, aunque sabemos que muchos creyentes superan muy a menudo las dificultades para comunicarse con el más allá.
Todo por rebajar nuestra sensación de culpa y el pago por ella. Incluso existen tendencias espirituales que van tan deprisa en su ansia por liberarse de la culpa que se la pasan de largo, ignorándola totalmente y proclamando la total inocencia del ser humano, haga lo que haga. Anuncian que el hombre está sumido en la total ignorancia y que por ello actúa como un niño de corta edad, sin auténtica conciencia de lo que hace, y por lo tanto no es culpable de sus actos, ni merece castigo alguno ni crear ninguna deuda Kármica. Quienes así piensan son los sibaritas de la espiritualidad, el suyo pretende ser un camino de rosas pero sin espinas.
Llegados a este punto del camino en nuestro paseo he de colocar una señal de peligro: El pecado, el infierno y el Karma han sido durante siglos muy duros castigos para los creyentes; pero, a su vez, han sido métodos correctores del comportamiento; sin ellos, probablemente nuestro pasado hubiese sido más caótico que como fue. Si con semejantes amenazas sobre quienes hacían el mal a su prójimo, hemos sido capaces de matarnos como lo hemos hecho a lo largo de las Historia, no quiero ni pensar que hubiera sucedido si esos duros castigos celestiales prometidos no hubiesen estado ahí.
Cierto es que hoy en día está empezando a no ser necesario en el mundo esta dura justicia divina, la comunidad internacional ya se esfuerza por castigar las violaciones de los derechos humanos.
Pero la ONU. no alcanza a castigar la sutil perversidad que se puede producir en las relaciones interpersonales. Una persona que consigue liberarse de la culpa, si no tiene una educación moral suficiente, puede convertirse en un perverso sin freno que, sin llegar a cometer delito denunciable, haga imposible la vida a las personas de su alrededor.
Por ello, cuando nos sintamos atraídos por una secta que nos promete liberarnos de la culpa, no olvidemos que la perversidad humana tiene infinidad de formas de manifestarse, y, aunque podemos acabar sintiendo la agradable sensación de nuestra inocencia original, también podemos ser víctimas de alguno de nuestros candorosos hermanitos sectarios que, en su inocencia y en su falta de conciencia de culpa, nos están haciendo la puñeta hasta límites insospechados, comportándose como un refinado sádico con nosotros.
Esto también han de tenerlo en cuenta quienes se relacionan directamente con personas pertenecientes a sectas que las ha liberado de la culpa. Ya sea en la familia o en cualquier otro grupo social, podemos encontrarnos con personas ―poco normales― que descaradamente nos estén amargando la vida mientras están cantando felizmente sus cánticos espirituales.
La anhelada inocencia original podremos disfrutarla cuando alcancemos los altos niveles espirituales en los que el amor nos invada de tal manera, a nosotros y a todos quienes nos rodean, que nos resulte imposible hacer daño a nadie; solamente en semejante estado de santidad la culpa no tendría razón de ser. Pero, mientras estemos en el camino, habremos de conformarnos con vivir en el virtuoso justo medio que nos corresponde.
Si en nuestro mundo ya no tenemos por qué padecer pesadas culpas por tradiciones religiosas o por hacer cosas inocentes, tampoco tenemos por qué comportarnos como inocentes cuando tengamos la culpa.