Manifiesto revolucionario

Éste es el título que le viene como anillo al dedo al capítulo presente.  Después de escribirlo no encontré otro mejor, pues en él expongo las bases de una auténtica revolución espiritual.  No es mi intención ganar medalla alguna al hacer esto, no creo que nadie se las merezca cuando alguien hace algo semejante.  Cuando un gran cambio social sucede acostumbramos a buscar al principal protagonista, que lo anunció o lo promulgó, y a colocarlo en un pedestal cargado de halagos y medallas, cuando en realidad esa revolución ya llevaba tiempo viviéndose en el pueblo.  La mayoría de los míticos revolucionarios no son sino personas normales portavoces de algo que ya está sucediendo.  Nuestras mentes están muy unidas, y es muy difícil que a una sola persona se le encienda la bombilla de la genialidad sin que también esté encendiéndose a la vez en otras mentes.  Estoy seguro de que la propuesta que presento a continuación, aunque no la he conocido en boca de nadie tal y como la voy a presentar, lleva tiempo cociéndose en más de un individuo.  Creo que es una de las consecuencias más razonables derivadas del caminar por el interior de las sectas, resultante de aplicar la experiencia y la razón sobre la fe y el dogma.

Mi propuesta se basa en asumir nuestra divinidad sin permitir que ésta se proyecte en las realidades virtuales espirituales.  Invito a gozar de la atmósfera sagrada prescindiendo de los sueños esotéricos que habitualmente la envuelven.  Es la determinación más lógica que he encontrado para salir del caos sectario.  Es decir: propongo renegar de tanto dios contradictorio, pero no de nuestra divinidad.  Se trata de ser ateos y divinos a la vez.  Se trata de ser santos sin necesidad de creer en dios.  El ateísmo a secas no aporta una revolución sostenible, gran parte del pueblo no se deja convencer por él y sigue buscando a dios de una forma o de otra.  Tampoco las vías espirituales o religiones que promulgan hacernos divinos lo hacen eficientemente, utilizan demasiados escenarios, fuerzas o dioses virtuales, donde se nos pierde gran parte de nuestra divinidad.  Por supuesto que tampoco la postura del agnosticismo nos resulta válida; a muchos de nosotros no nos gusta cruzarnos de brazos ante los misterios de la vida espiritual, preferimos entrar a saco con nuestro entendimiento en los más íntimos habitáculos de los dioses aunque corramos el riesgo de fracasar.

No pretendo que se asuma todo el poder de los cielos de golpe, eso es imposible, la mente humana no sabe de bruscos cambios, los grandes cambios siempre se habrán de realizar poco a poco, comprendiendo, asumiendo y digiriendo cada paso que damos.  No estoy proponiendo una revolución al estilo de la revolución francesa, no deseo que nadie se arrepienta después de sus actos.  Robar la divinidad a los dioses habremos de hacerlo lentamente, sigilosamente, sin asaltos violentos, llevándonos poco a poco de sus lujosos aposentos lo que al fin y al cabo es nuestro, lo que es del pueblo.  Nuestros antepasados se lo dieron hace muchos siglos y ya es hora de que vuelva a sus antiguos dueños.  No nos asustemos por tanta responsabilidad.  Si nosotros, el pueblo, estamos consiguiendo poco a poco asumir nuestro poder político mediante la democracia, ya va siendo hora de que asumamos nuestro poder espiritual.

 Dios es un poder, una energía que ya es hora de que deje de estar monopolizada por los poderes religiosos.  El pueblo tiene derecho a experimentar lo sagrado sin necesidad de hipotecar su vida o su muerte por ello.  Tenemos tanto derecho a vivir la divinidad por derecho propio como lo tienen los poderosos gurús y sacerdotes por el derecho que les otorgan sus dioses. 

Pidamos a los grandes maestros del alma que nos enseñen la divinidad del hombre, nuestra divinidad, en vez de mostrarnos la divinidad de unos dioses inexistentes.  Abandonemos la tradicional búsqueda de dios por la búsqueda de la divinidad del hombre.  El buscar al dios verdadero nos va a dejar como estamos, es algo que llevamos haciendo miles de años, y ya sabemos lo que sucede al respecto: en cuanto el buscador encuentra una atmósfera sagrada lo suficientemente densa, que le proporciona la sensación de verdad y de infinitud, creerá que ha encontrado al dios verdadero en la deidad, energía o gurú que le ayudó a vivir la experiencia sagrada; cuando a su vecino le ha pasado otro tanto de lo mismo, pero con otra deidad, energía sagrada o gurú.  Éste es un sistema de búsqueda espiritual prehistórico que ha proporcionado muchos dolores de cabeza a la Humanidad, es hora de encontrar otro mejor.  Si llevamos milenios conociendo a dios gracias a la fe, ahora podemos conocer nuestra divinidad gracias a la fe en que podemos hacerlo sin dios que nos valga. 

No estoy proponiendo una fe ciega, si así fuera, nuestra revolución apenas podría sustentarse.  La aseveración de que todos los dioses, incluyendo los infinitos, salieron de nuestra mente, es consecuencia de una lógica aplastante.  Mi intención es ir de la mano de la razón, y a poder ser de la razón científica, pues las ciencias están ya tan inmersas en nuestra cultura que es muy difícil emprender revoluciones culturales sin contar con ellas.  Tal es su peso en nuestra cultura que la mayoría de los grandes avances de nuestro progreso están protagonizados por ellas.  Las ciencias representan lo más serio de nuestra inteligencia, es impensable soñar con una gran revolución del tipo que sea dejando a una lado a nuestro lado más inteligente. 

Las ciencias fueron quienes más contundentemente denunciaron la  sinrazón de las verdades reveladas, pero todavía no nos han dado respuestas a las grandes preguntas transcendentales.  Si los dioses continúan en el poder es porque, además de las experiencias sagradas que proporcionan, dan a sus devotos mejores respuestas que las ciencias a las grandes preguntas de la existencia.  Es lamentable que algunos científicos anden anunciando que todas las movidas del alma humana son debidas exclusivamente a la química de nuestro cerebro.  Las ciencias ni siquiera han comenzado a entrar en las dimensiones profundas de nuestra mente y menos de nuestro espíritu.  Por lo que probablemente todavía tengamos que soportar por algún tiempo las bravuconadas de atrevidos científicos que se anuncian descubridores de un terreno en el que todavía ni han entrado.  Las fanfarronadas científicas fueron algo que también tuvimos que soportar cuando las ciencias comenzaron a penetrar en la materia y en los organismos vivos.  Es consecuencia de la atrevida ignorancia de los primeros pasos.  Yo no pierdo la esperanza de que poco a poco la seriedad científica empezará a caminar por nuestros interiores y a descubrir nuestros secretos más insondables.  Las ciencias caminan despacio, pero seguro.

Mientras tanto, mientras las ciencias llegan a nuestras dimensiones más sutiles, las personas más comprometidas con la espiritualidad podemos ir asumiendo lo que es nuestro.  Las sectas y las religiones, los gurús y los predicadores continuarán anunciando que tienen la exclusiva para generar atmósferas sagradas.  Mi propuesta inmediata consiste en robársela poco a poco:  Siempre que vivamos una plenitud sagrada, asumirla como nuestra, no como un regalo de la gracia divina, sino como un regalo de nuestra propia gracia, divina o no divina.  Urge una alternativa, al menos un inicio de alternativa.  Si no la encontramos, si no la vivimos, las cosas continuarán como siempre: la sed de la espiritualidad continuará saciándose en fuentes de agua no muy clara.  Y las sectas continuarán haciendo su agosto.  El gran fraude espiritual no acabará hasta que un grupo de personas ateas sean capaces de generar una atmósfera sagrada de calidad semejante a la que se produce en las sectas de adoradores de dioses, entonces habremos dado el importante paso de iniciar en serio una gran revolución espiritual.  Merece la pena cualquier intento al respecto.

Asumamos nuestra dimensión sagrada, experimentémosla, aunque sea en el seno de las sectas.  Neguemos la fraudulenta procedencia que se nos intentará inculcar de toda atmósfera sagrada que alcancemos a vivir, todo poder sagrado no viene sino de nuestro propio centro.  Robemos de los altares los elixires divinos y guardémoslos en nuestro corazón, de donde no debieron de salir nunca.  Cambiemos la oración por la invocación de nuestra divinidad, la devoción por el amor incondicional hacia nosotros, hacia los demás y hacia todo lo que nos rodea; sintamos que somos en esencia amor sin necesidad de proyectarlo en deidad alguna.  Dejemos lavarnos el cerebro, pero no permitamos los teñidos.  Después de borrar el disco duro de nuestro ordenador cerebral, metamos en él los programas que nosotros queramos, no los que los profesionales limpiadores sectarios quieren que metamos.  Cuando demos con el programa correcto habremos realizado un gran descubrimiento, pues la Humanidad se completará con él, en vez de escindirse como habitualmente sucede con las doctrinas espirituales habituales. 

Empecemos por acomodar nuestros recuerdos en el lugar que le corresponden.  Destruyamos los programas que nos indican a la divinidad como proveniente de lugares ajenos a nosotros.  Tanto los cielos como los infiernos no salieron nunca de nuestra mente, son nuestros.  Recordemos los momentos más sagrados de nuestra vida y veámoslos como algo venido de nosotros mismos y no de otras fuentes ajenas a nosotros, por muy divinas que se hubieran anunciado.

Gracias a todos los gurús, maestros e instructores que tuve en mi vida; gracias a todos por mostrarme mi divinidad.  Y también les perdono a todos ellos por haberme intentado convencer de que mi divinidad no era mía.

Nos podrá parecer que corremos el peligro de que se nos suba el pavo.  Es típico que la divinidad del artista, por ejemplo, se convierta en divismo.  La vivencia de la atmósfera sagrada está llena de trampas destinadas a impedir que vivamos su infinitud.  La soberbia es una de las más comunes.  Muchas personas religiosas al leer estas páginas pensarán que estoy cometiendo un gran pecado de soberbia a intentar asumir la divinidad de todos los dioses.  Los creyentes saben mucho de eso, todos padecen el engreimiento de que su fe es la auténtica.  Más no temo que el endiosamiento nos nuble la razón, nuestra civilización no lo permitiría por mucho tiempo.  En nuestro tiempo y en nuestra sociedad los detractores andan sueltos, ya no hay quien los encierre ni los queme en hogueras.  Los buscadores de la verdad tenemos un tesoro que nunca habíamos tenido antes: es la libertad de expresión; las voces discrepantes siempre pondrán en tela de juicio a toda verdad que no sea realmente una verdad.

No nos creamos que nuestra moderna sociedad no es espiritual, que sólo la gobierna el materialismo.  Las libertades que disfrutamos solamente pueden provenir de una gran espiritualidad.  Nuestras circunstancias sociales son excelentes para del crecimiento del hombre.  Nuestro caminar es casi infalible si conseguimos que el poder destructivo que encarnamos no lo detenga.  Tomemos los caminos que tomemos, si no cesamos de andar, concluirán tarde o temprano en nuestra propia verdad.  Si bien es cierto que nuestro materialismo en un principio parecía alejarse de los grandes valores espirituales, ahora estamos observando un retorno de nuestra sociedad a la espiritualidad.  Tarde o temprano acabaremos encontrando nuestro propio centro, aunque debido al materialismo científico o al egoísta capitalismo nos parezca ir en dirección contraria. 

Sintámonos orgullosos de nuestra civilización.  Olvidémonos por un momento de nuestro lado oscuro y reconozcamos nuestra grandeza espiritual.  Hace falta ser una sociedad muy divina para conseguir dar a su pueblo el estado del bienestar que nosotros gozamos.  Dejemos de buscar fuera lo que tenemos en casa.  ¿Qué espiritualidad nos puede llegar de ciertas naciones que no son capaces de sacar de la miseria a sus pueblos?  ¿No es mucho más elevada la divinidad de nuestra sociedad?  Tenemos a multitud de científicos devanándose día noche los sesos para intentar hacernos más felices.  ¿En qué sociedad se ha dado semejante empeño?  Además de nuestra divinidad, asumamos también la divinidad de nuestra sociedad, y sus grandes milagros.  Aunque nuestra civilización caminara en sentido contrario a la verdad, debido a la redondez de nuestro mundo, llegaríamos a ella antes que tomando cualquier camino religioso.  Esto es debido a que en la mayoría de los caminos espirituales no se camina, los dogmas de fe son barreras infranqueables para el creyente, hasta ahí podrá llegar, pero nunca ir más allá.  Y nuestra civilización se caracteriza por franquear barreras, por avanzar en busca de la tierra prometida, por dudar de las limitaciones que siempre nos impusieron las grandes creencias.

Sabemos que nos falta mucho camino por recorrer, todavía nos queda un largo trecho para encontrar una felicidad que nos satisfaga plenamente, pero seguimos caminando.  Cuando un occidental cae rendido en su búsqueda, inmediatamente le sustituye otro que retoma el camino donde el anterior lo dejó.  Nuestro caminar es incansable, por eso confío más en nuestra capacidad de encontrar nuestra propia verdad, que en las ofertas de verdades venidas de caminantes que se sentaron a la vera del camino pregonando que ya la encontraron, predicando su verdad presumiblemente incuestionable, su dogma de fe indemostrable; cuestionable por todo aquel que no esté dispuesto a creérselo.  Una mentira científica puede durar cierto tiempo, pero tarde o temprano será descubierta; la constante investigación de nuestros intelectuales no permite por mucho tiempo estancarse en el error.  Sin embargo, las mentiras religiosas se mantienen durante milenios porque no admiten investigaciones sobre ellas, son dogmas de fe.  No necesitamos caminos de búsqueda venidos de fuera, nuestros sistemas de búsqueda son inmejorables. Tarde o temprano encontraremos todo aquello que andemos buscando, y, si no, démosle tiempo al tiempo.

Renegar de nuestra esencia cultural, a quienes nos fuimos a otras culturas en busca de lo que aquí no encontramos, a muchos de nosotros no nos ha aportado nada esencial, real y verdadero.  Importamos culturas venidas de Oriente con multitud de promesas que no se han cumplido.  Fuimos en busca de una verdad espiritual proveniente de los países subdesarrollados, y así importamos una espiritualidad subdesarrollada.  Siguiendo los consejos del misticismo oriental, muchos de nosotros renegamos de nuestra mente, la consideramos maligna y traicionera, y de esta forma renegamos de nuestro tesoro más preciado.  Y cuando descubrimos que en los virtuosos caminos espirituales, que denunciaban el mal de nuestra mente, aparecían venenos mentales tan dañinos como los de nuestra civilización, o incluso peores, muchos de los buscadores nos volvimos a casa con el rabo entre las piernas, disimulando el fracaso de no haber encontrado el tesoro que en los principios pregonamos haber descubierto. 

Occidente tiene el status social más elevado por haber desarrollado su intelecto más que las demás civilizaciones.  Los avances tecnológicos, derivados del pensamiento científico, han elevado nuestro bienestar por encima de los demás pueblos.  Somos la envidia de otras civilizaciones, medio mundo subdesarrollado daría la mitad de su vida por pertenecer al nuestro.  No hay razón para sentirnos insatisfechos de nuestro caminar.  Y si el pensamiento científico nos ha elevado materialmente por encima de los demás pueblos, no hay razón para dudar de que también nos pueda ayudar a progresar espiritualmente.

 

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