La revolución espiritual
No creo equivocarme si me atrevo a afirmar que estamos comenzando a vivir, en Occidente, una revolución en nuestra dimensión espiritual semejante a las otras grandes revoluciones que cambiaron en pocas décadas nuestra sociedad.
La proliferación de sectas en los países libres occidentales, a pesar anunciarse a los cuatro vientos su peligrosidad, es una muestra del inconformismo de una gran parte del pueblo con los poderes religiosos oficiales o con el ateísmo que niega la existencia de todo lo sagrado. Rebeldía popular que está creando una auténtica revolución en el mundo del espíritu.
Derrocar a los viejos poderes espirituales es uno de los principales fines de dicha sublevación. Destronar a los tiranos dioses, que llevan milenios reinando en las almas de los hombres, es una meta revolucionaria que poco a poco se está consiguiendo.
Pero, como sucedió en otras de nuestras revoluciones, muchos de los dirigentes revolucionarios están cayendo en la tentación de apropiarse de los poderes usurpados, mientras que a sus seguidores los emborrachan con el vino encontrado en las bodegas de los todopoderosos, elixires divinos, drogas celestiales robadas a los dioses.
Muchos de estos revolucionarios del alma se están convirtiendo en los nuevos tiranos del espíritu, pues, aunque ahora apenas tiranicen a sus seguidores con el látigo del castigo divino, ejercen el control utilizando las drogas divinas, manteniendo enganchados a sus seguidores gracias al consumo de las mieles celestiales cosechadas en los infinitos campos del cielo, goces prohibidos para el pueblo desde hace miles de años.
Así hemos vivido durante años muchos de nosotros esta nueva revolución, borrachos de felicidad, enganchados a la droga diaria, sin vivir un auténtico despertar revolucionario.
El fin primordial de toda revolución no es el de suplantar a un tirano por otro, sino el de entregar el poder al pueblo, a cada individuo, tal y como lo estamos intentando hacer con la democracia en la dimensión de la política. Pero para ello es necesario que las personas se crean que eso es posible. Y si entregar al pueblo el poder político resultaba increíble hace unos siglos, mucho menos creíble resulta en la actualidad entregar al pueblo el poder religioso. Sin embargo, ese es el propósito final de toda revolución. Tarde o temprano serán usurpadas las riquezas a los todopoderosos dioses, y el pueblo podrá hacer uso de ellas, sin condiciones y sin necesidad de besarle los pies a nadie por ello. Pero primero tendremos que comprender que la divinidad no es una exclusividad de los dioses, sino de todo ser humano. Después podremos aceptar a los auténticos revolucionarios espirituales, capaces de robar la divinidad a los dioses y de entregársela al pueblo, a sus antiguos propietarios; pues, al fin y al cabo, fueron nuestros antepasados quienes se la dieron a los dioses.
Las revoluciones experimentadas en los niveles cultural, científico, industrial, político y sexual, siguieron en sus principios una pautas liberadoras con ciertas semejanzas a las que estamos viviendo en la actualidad en nuestra dimensión espiritual. ¿Quién se iba a imaginar hace unos siglos que la sexualidad iba ser disfrutada libremente por cada individuo? ¿O quién podía sospechar la abundancia y la libertad económica que hoy disfrutamos? Los viejos temores que vaticinaban el fracaso de nuestras revoluciones hoy nos resultan hasta graciosos. Nos podemos reír de aquellos vaticinios que nos pronosticaban que toda mujer liberada sexualmente se iba a convertir en una prostituta, al igual que pensábamos que liberar nuestro pensamiento político nos iba a mantener en una guerra constante con quienes no pensaban igual, o que la revolución industrial nos iba a convertir en robots de una sociedad dominada por la tecnología. Ninguno de aquellos oscuros pronósticos se ha llegado a cumplir, y es de esperar que tampoco se cumplan ninguno de los oscuros pronósticos vaticinados por los detractores de esta nueva revolución humana. Aunque, bien es cierto, que son de mayor magnitud las oscuras amenazas pronosticadas en la dimensión del espíritu que las que se pronosticaron en las otras revoluciones; pues tengamos en cuenta que no se tratan de amenazas humanas, sino de amenazas divinas cargadas de pronósticos infernales, castigos apocalípticos que caerán sobre los sacrílegos revolucionarios y sobre todo aquel que se atreva a seguirlos.
Para que toda revolución progrese es necesario que los ejércitos de revolucionarios superen el miedo a caer en combate. Ahora bien, en esta revolución espiritual no se trata de superar el miedo a perder el cuerpo, sino superar el miedo a perder el alma, cuestión que nos puede llegar a aterrorizar mucho más de lo que pensamos. De ahí que, probablemente, necesitemos de más tiempo que el que hemos necesitado para concluir las otras revoluciones. Y no sólo por los temores que hemos de superar, sino por la enorme envergadura del cambio, pues recordemos que las propiedades divinas, que se pretenderán sean asumidas en un futuro por los individuos, son de carácter infinito, y las personas estamos más acostumbradas a asumir nuestras propias limitaciones que a reconocernos seres de facultades ilimitadas.
Más el desánimo nunca hace presa en los revolucionarios. Hace unas pocas décadas, el disfrute de la actividad sexual era algo prohibitivo, un vicio pecaminoso e insano, una perniciosa adicción y a la vez un placer reservado a unos pocos afortunados; hoy, el disfrute de la sexualidad, es una saludable virtud, y la adicción al placer sexual se considera como algo natural. La mayoría de los individuos la consideramos algo propio que podemos utilizar libremente.
Es de esperar que pronto nos suceda lo mismo con nuestra dimensión divina. En mi opinión, la liberación de la espiritualidad sigue unas pautas semejantes a la liberación sexual: Hoy se considera una perniciosa adicción las asiduas prácticas o rituales destinados a gozar de las dichas espirituales fuera de los contextos tradicionales. Los perjuicios en torno a las novedades sectarias propician que muchas personas rechacen las nuevas revoluciones espirituales y no lleguen a conocer sus delicias. Como sucedió con el sexo, los miedos y los tabúes nos impiden disfrutar de una importante dimensión humana.
Tampoco vamos a olvidar los errores propios que habitualmente se cometen en los inicios de toda revolución, pues al igual que sucedió en los primeros tiempos de las libertades sexuales, la libertad espiritual de nuestros días contiene las típicas torpezas de los principios de una liberación prácticamente recién nacida. La libertad religiosa ha propiciado la liberación del consumo de diferentes métodos de estimular nuestra espiritualidad. Pero, como sucedió con el sexo, su consumo se realiza como una ciega drogadicción, atendiendo a los primarios instintos de búsqueda de la felicidad, rompiendo los tabúes a golpe de vivencias, caminando en ocasiones a ciegas, adoptando nuevas ideologías aperturistas pasionales contrarias a las creencias tradicionales; más por estimular una revolución incipiente contra los poderes espirituales establecidos que porque realmente sean unas ideologías equilibradas del alma.
Estas nuevas ideologías espirituales suelen pecar de fanatismos semejantes a los que padecen las antiguas creencias. Todas compiten entre sí para intentar llevarse el premio de la razón que apoye su nueva forma de ser feliz. Mas las explicaciones de los divinos hechos, que se experimentan en su seno, se continúan obteniendo a través de códigos de fe, sin apenas lógica alguna, donde la razón brilla por su ausencia.