El ayuno

Es habitual que el místico padezca de anorexia, aunque su inapetencia no sea producida por evitar la obesidad, como sucede en los adolescentes, sino por menospreciar todo lo referente al cuerpo, ya sea alimentación, sexo, cuidados corporales, etc.  El místico tiene su vista más puesta en el cielo que aquí en la tierra.  En ocasiones su anhelo por lo celestial es tan fuerte que puede llegar a abandonar sus necesidades físicas más básicas.  Este tipo de anorexia tampoco es semejante a la que pudiera tener una persona que ha sufrido un gran desengaño en la vida.  El místico tiene grandes ansias por vivir, con la diferencia de que desea hacerlo más en el otro mundo que en éste.  La mal nutrición es una característica histórica de nuestros místicos occidentales.  Tanto es así que en nuestra cultura no encaja una persona que se califique de espiritual y esté obesa; sin embargo, en Oriente no es así, las imágenes de sus Budas rozan la obesidad en la mayoría de los casos, en contraposición con las de nuestros místicos, siempre enjutos y mal alimentados, cuando no martirizados.

Es importante reconocer que esta equiparación del ayuno con una sacrificada y heroica espiritualidad no es otra cosa que una herencia cultural sin apenas fundamentos lógicos, pues, cuando se estudia el fenómeno a fondo, uno se sorprende al comprobar que el ayuno es una benéfica función natural de los seres vivos (desnaturalizada, como otras muchas, en el ser humano).  Los animales cuando están enfermos dejan de comer, utilizan el ayuno como método curativo, no como instrumento de mortificación.  Cuando se deja de ingerir alimentos, el cuerpo inicia un proceso sanador difícilmente superable por otros métodos.  (Este proceso no tiene nada que ver con la anorexia o la bulimia que está afectando a nuestros jóvenes, el ayuno curativo del que estoy hablando se basa en las ganas de vivir con más salud, no en el hecho de morirse lentamente por ciertas obsesiones sobre nuestro aspecto). 

Fue en los ochenta cuando hizo furor el ayuno entre las medicinas alternativas, se llegó a anunciar como una auténtica panacea para todo tipo de males, y gran número de médicos naturistas lo pusieron en práctica.  Para mi persona resultó ser una tentación, mi naturaleza enfermiza desde niño estaba pidiendo a gritos una solución que no me ofrecía la medicina oficial; y no dudé en ponerme en manos del ayuno dirigido por un especialista.  Antes me leí varios libros de entusiastas sobre el tema para informarme sobre este remedio curativo e hice pequeños ayunos de preparación.  (Tengamos en cuenta que, a pesar de que todo ser vivo utilice el ayuno para curarse, nosotros no estamos acostumbrados a comportarnos tan naturales como ellos).  Según los cálculos de los entendidos más fanáticos, cuarenta son los días que un ayuno tiene de durar para obtener sus mejores beneficios.  Así que, a los cuarenta y un años, aprovechando que estaba en el paro, me puse manos a la obra dispuesto a soportar cuarenta días a agua.

Como ya estaba acostumbrado a realizar ayunos cortos, ya conocía las incomodidades que se producen en los primeros días, y no tuve problemas para soportarlos.  Pero pronto mi vitalidad se vino abajo.  Al décimo día de estar a agua ya no podía apenas levantarme de la cama.  Mi cuerpo, para sobrevivir, a los diez días ya se había comido todas mis escasas reservas que mi habitual extrema delgadez le había proporcionado.  Pero, como ya me había convertido en un fanático defensor del ayuno, continué en mi empeño.  Reconozco que también existía en mí un anhelo por vivir esa experiencia de casi todos los grandes místicos tasada en cuarenta días sin comer, era como un número mágico que prometía un elevado desarrollo espiritual.  Pero, como sucede a menudo, solemos hacer las cosas al revés, pretendiendo conseguir una evolución interior haciendo algo exterior, cuando ese algo exterior se debería de realizar después de alcanzar el conveniente grado de evolución interior.

Aguanté veintidós días de un calvario lleno de esperanzas, sin otro alimento que agua.  Mi cuerpo no llegó a ser otra cosa que piel y huesos.  No sé muy bien que fue lo que me animó a interrumpir el ayuno antes de la fecha mágica, quizás fue el miedo a poner en peligro mi vida, o quizás fue la reprobación de mi familia, muy alarmada con mi extraño método de curación, pues cada día que pasaba me parecía más a un cadáver.  Fueron unos días en que al mismo tiempo que yo me debilitaba también se debilitaba conmigo mi entusiasmo por el ayuno, era obvio que mi caso particular no se parecía en nada a todos esos casos de entusiastas ayunadores de la literatura naturista, que podían pasarse sin comer cuarenta días haciendo vida normal; mi organismo no tenía reservas para ello.

La debilidad de los últimos días apenas me permitía levantarme para hacer mis necesidades de evacuar líquidos, para expulsar el agua que tomaba, porque sólido ya no me quedaba casi nada en las tripas.  Las sensaciones físicas eran muy desagradables, aparte de la debilidad, parecía que por mis venas corría estiércol en vez de sangre.  Así funciona el proceso de limpieza del ayuno: el organismo, a falta de comer, se empieza a comer a sí mismo, digiere las toxinas retenidas en los tejidos, en las vísceras y, sobre todo, en los intestinos; y éstas pasan a la sangre creando un gran malestar general, muchas veces confundido con la sensación de hambre.  Esto dura hasta que el ciclo se completa, dicen que a los cuarenta días los riñones terminan de filtrarlo todo y uno se queda como nuevo.  Yo no aguanté los cuarenta días, si voy más allá de los veintidós mi sistema digestivo hubiera empezado a comerse hasta mis huesos, pues era ya lo único que me quedaba. 

Todo lo sobrellevé con la entereza del fanático creyente, ayudado por mis ejercicios espirituales que practicaba por aquellos años.  La experiencia mística me proporcionaba una vitalidad añadida, ese tipo de energía que nos parece llegada como regalo del cielo me levantaba en ánimo, incluso a veces me permitía levantarme de la cama, pero por poco tiempo.  El aspecto nutritivo y energético de la experiencia mística me quedó suficientemente demostrado, pero dudé que ese maná me permitiera permanecer durante cuarenta días sin comer, no me debía de sentir muy merecedor de semejante gracia, o sencillamente no era capaz de generarla.  O quizás flaqueé por los tentadores aromas culinarios que me entraban por la ventana de los asados del vecino de abajo, o pudieron ser también los sueños de sabrosos platos que mi subconsciente me pasaba por delante de las narices mientras dormía.  El caso es que al vigésimo segundo día decidí empezar a comer.  Llamé por teléfono al doctor en estas lides ―vivía en otra ciudad―, y me dio las instrucciones para romper el ayuno.  Había que hacerlo muy lentamente, en un proceso que debía de durar tanto como había durado el ayuno.  Y así comencé un segundo calvario casi tan duro como el anterior.   Los primeros días fueron a zumos o licuados de frutas.  Y, ¡sorpresa!, todavía quedaban sustancias sólidas desechables en mis intestinos, los caldos de frutas las hicieron correr por mis tripas, y sacando fuerzas de flaqueza (nunca mejor dicho) expulsé unos excrementos de un olor tan fétido que me recordaba a la peste que se produce cuando se remueven los sedimentos de las cloacas.  La limpieza había concluido.

No cabe duda que el intestino grueso es la cloaca de nuestro organismo, donde se mantienen sustancias en putrefacción durante años.  Bien conocen esto los cirujanos que les toca hurgar en el intestino grueso.  En el ayuno, al dejar de arrojarle basuras, se limpia de forma natural, difícilmente de superar por otro método.

Al cuarto día ya pude ingerir sólidos: trozos de frutas que me sabían a gloría; y para el sexto día ya podía comer de todo, pero con la condición de que fuera vegetal y crudo, para que los nuevos tejidos de mi organismo se formasen a partir de fibras vegetales vírgenes.  Yo agradecía la buena intención de aquel médico, quizás pretendía que yo tuviera un cuerpo cien por cien algodón; el caso es que, aunque mi organismo ya se había fortalecido un poco, pasé más hambre que en la primera fase del ayuno, por mucho que me preparase unas suculentas ensaladas variadas para mi sólo en la fuente que habitualmente se usaba para toda la familia.

Antes de concluir este segundo ciclo ―sería por el día dieciocho o veinte― llamé al doctor y le supliqué que terminase con mi calvario.  Sentado a la mesa con el resto de mi familia, mis ojos se iban detrás de los mendrugos de pan y de los cocidos, no podía remediarlo.  El doctor fue magnánimo y me conmutó la pena.  Desde entonces dejé de comer en plato, lo hice en cazuela, tenía un hambre insaciable, ingerir los alimentos me producía autentico placer, su aroma me embriagaba, el sólo hecho de llevármelos a la boca me deleitaba con un goce tremendamente sensual.  Un mendrugo de pan se me antojaba como un pastel exquisito.

El doctor me dijo que aquellas ganas de comer tan intensas me harían aumentar de peso; pero no fue así, recuperé el mismo peso que tenía antes: cincuenta kilos para una altura de uno setenta y cinco.  Esto me recuerda a tanta persona obesa que se pone a dieta, reduce su peso durante el tratamiento, y luego vuelve a donde estaban antes.  A mí me sucedió lo mismo.

Aunque los prometidos resultados del ayuno no consiguieron hacerme recuperar un peso normal, sí que me proporcionaron una vitalidad asombrosa.  Maravillado, me encontré con un nuevo cuerpo totalmente desconocido para mí, delgado como siempre, pero con una salud increíble.  Mi naturaleza enfermiza había desaparecido, y no dejaba de sorprenderme el nuevo estado de buena salud y el vigor del que hacía gala mi cuerpo.

Unos años antes del ayuno me hice vegetariano, y durante los años posteriores también continué con esta dieta, haciendo pequeños ayunos con la intención de mantener ese envidiable estado de salud.   Tanto es así que el ayuno se me convirtió en una adicción, en cuanto cogía unas vacaciones ya estaba aprovechando para dejar de comer, y de paso para dejar de existir, pues me quedaba en nada.  Fue necesario el paso de varios años para que despidiera el ayuno de mi vida, la debilidad que había de soportar cuando lo hacía ya no me compensaba los beneficios que obtenía de él.  Y a conclusión semejante debió de llegar la medicina naturista, el ayuno empezó a dejar de ser una de sus panaceas preferidas, se dijo que ahora los organismos de las personas, por consumir unos alimentos más desnaturalizados que en el pasado, y no ingerir los ricos nutrientes que alimentaban a nuestros abuelos, no disponen de las reservas nutritivas necesarias para emprender un ayuno con éxito.  Menos mal que yo lo suspendí a tiempo, sino es posible que ahora no lo estuviera contando.

De todas formas, estoy agradecido al ayuno, hasta hoy en día estoy disfrutando de una salud envidiable.  Para mí sigue siendo una terapia muy seria de curación.  Aunque ya no la practico de forma estricta, ahora reduzco la cantidad de alimentos cuando no me encuentro bien, pero sin llegar a ayunar. 

Para quienes estén interesados en el ayuno sin correr grandes riesgos, es muy recomendable, e incluso considero imprescindible, realizarlo en clínicas destinadas para ello.  Y si uno está dispuesto a realizar experimentos por su cuenta sin correr peligro, la forma de mejor hacerlo es reduciendo la cantidad de comida diaria por cortos periodos de tiempo, prescindiendo de la cena, por ejemplo; o, si uno es carnívoro, puede pasarse al vegetarianismo por unos meses; pero, en un caso o en otro, siempre a poder ser bajo vigilancia médica, no vaya a ser que en vez a terminar con un organismo limpio y lleno de vitalidad, acabemos anémicos.

Y para los más obstinados en limpiarse por su cuenta, que estén pensando en ingerir alimentación exclusivamente cruda vegetariana o a base de licuados de frutas y caldos de verduras, sólo advertirles que este tipo de alimentación puede realizar una limpieza excesivamente rápida, haciendo que un exceso de toxinas pasen a la sangre y provoquen un colapso en los riñones, y acaben en Urgencias en un mar de dolores, terminando de malas maneras en manos de un médico por no habernos puesto en sus manos antes.

Digo esto porque el ayuno forma parte del folklore de muchas sectas, donde alegremente te dicen lo que has de comer, cómo has de vestir y cómo has de vivir.  Si uno quiere hacer experimentos con su cuerpo, adelante, pero no está de más hacerse un sencillo análisis de sangre de vez en cuando, si hace falta a escondidas para que no se enteren los dirigentes de la secta y puedan reprocharnos el poner en duda la maravillosa forma de vivir en ayuno que nos están ofreciendo.  Si sus promesas de buena salud son ciertas, los análisis nos lo confirmarán; y, si no lo son, podremos actuar en consecuencia. 

 

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