La experiencia mística y el fanatismo
El fanatismo, en el mundo del ocultismo, lo encontramos tanto en el obseso creyente como en el obcecado detractor que niega por sistema todo lo que los creyentes predican como verdad. El fanático escéptico califica indignado de obsesos y autosugestionados a los creyentes, menospreciando las intensas vivencias y toda la gloria que éstos pregonan a los cuatro vientos, justificando su incredulidad por el bajo nivel científico de las explicaciones que los creyentes dan a sus experiencias.
Como los causantes de esta abrumadora guerra de pasiones son los creyentes, pues es en ellos donde primero se genera la actitud extrema que inicia el baile del enfrentamiento, vamos a centrarnos en intentar comprender cómo se produce en ellos el fanatismo, dispuestos a no entrar demasiado en la batalla entre éstos dos bandos de extremistas.
De toda la amalgama de vivencias que existen en esoterismo vamos a elegir como ejemplo a la experiencia religiosa de percepción de la divinidad, pues es la vivencia que se produce con más frecuencia y ―en consecuencia― la que más importantes fanatismos genera, debido también a las fuertes sensaciones, emociones y alteraciones de la conciencia que provoca.
Son infinitas las maneras y los grados de intensidad que estas experiencias pueden adoptar en los individuos. Las más directas e intensas ponen a las personas en contacto con algo superior a ellas ―así es como lo sienten―, y a ese algo lo suelen llamar dios o le otorgan algún otro calificativo celestial. Vivencias que provocan un estado anormal en el individuo, y al decir anormal, quiero decir poco corriente (ya que el místico en trance también nos ve anormales a nosotros). Las experiencias religiosas pueden ser de tal intensidad que incluso pueden provocar la sublimación de la libido, superar y transcender al deseo sexual; son tan reales para el místico como para nosotros son los impulsos sexuales. Con esto quiero dejar bien claro que las experiencias de este tipo no son fantasías de imaginaciones calenturientas ―como se suele pensar―, sino que el individuo las experimenta con un grado de realidad muy elevado, con el mismo grado de realidad que podamos nosotros experimentar la sexualidad o el enamoramiento. El místico vive enamorado de su dios. Y digo esto no sólo por mis estudios e investigaciones, sino por mi propia experiencia.
Las sensaciones que produce la proximidad de algún tipo de presencia divina son extraordinarias: se puede llegar a sentir tal intenso amor que te lleva hasta el éxtasis, alcanzas una felicidad tan inconcebible que no puedes ni siquiera recordarla cuando ya no estás en ella. Una sublime atmósfera sagrada te embelesa, te droga y te seduce. (Recordemos los cantos y alabanzas que los grandes místicos realizaron en sus trances de vida celestial). La dicha es completa, la armonía sentida es fabulosa, la belleza experimentada es total; uno se siente hermoso interiormente y ve hermosos a los demás y al mundo. La sensación de estar en contacto con la verdad, con una realidad mucho más auténtica que la habitual, te envuelve completamente. Y todo ello sucediendo en un aura de profunda paz, en unión con todas las cosas, con un poder absoluto. Es el contacto con lo sagrado, es la manifestación de la beatitud, de la santidad. ¿Quién es capaz de sentir todo esto y no convertirse en un fanático?
He de confesar que en mi deambular por las sectas no he buscado otra cosa que realizar ese contacto. Una vez que se ha sentido intensamente la proximidad de lo sagrado, no se cesa de buscar la forma de volver a encontrarse con ello. Fue en la pubertad cuando por primera vez me fue regalada tal experiencia, y desde entonces no he dejado de buscarla. En cada secta, en cada camino, encontré pequeñas piedras preciosas en unas ocasiones, o grandes tesoros en otras; manifestaciones divinas de diferentes matices e intensidades. Incluso en los más insignificantes grupos sectarios, encontré pequeñas gemas, sencillas glorias celestiales, perfumes divinos, esencias de felicidad.
Inevitablemente, y con harto dolor de mi inteligencia, en mis largos años de caminar por las sectas, tuve que convivir con el fanatismo. Cuando me encontraba con él, extremaba la prudencia a sabiendas de los grandes peligros que encierra; pero, a su vez, agudizaba mis sentidos, pues sabía que tras la charlatanería vociferante del fanático siempre se esconde algún precioso tesoro sagrado, que debido a su grandeza ha hecho perder la razón a quienes lo encontraron, convirtiéndolos en obsesionados creyentes de su adorado y sublime descubrimiento celestial, al que guardan celosamente en su intimidad sectaria.
Hay que ser un experto buscador de tesoros escondidos para llegar a las secretas cámaras ocultas, donde esconden los tesoros las sectas de fanáticos, sin convertirse en uno de ellos. Yo reconozco que no siempre he sido capaz de hacerme invulnerable a su ciega fe. Mi forma de llegar a vivir lo sublime que escondía cada secta pasaba a menudo por compartir su fanatismo. En un mayor o menor grado me olvidaba de la razón y me dejaba contagiar por su pasional entusiasmo. Yo no puedo sino disculpar la fe ciega, la he vivido en mis carnes durante muchos años.
Es ahora cuando intento retomar por completo mi inteligencia escribiendo este libro, obligándome a razonar sobre lo vivido, intentando encontrar explicaciones racionales a tantas creencias irracionales que se dan en los ambientes sectarios.
Porque el peor mal del fanatismo reside en las explicaciones que dan a las vivencias extraordinarias, no en las experiencias mismas. No dejan de actuar inteligentemente quienes buscan una curación en las sectas a sus enfermedades tanto físicas, mentales o espirituales, cuando no lo consiguen de otra manera. Ahora bien, la inteligencia deja de serlo cuando nos convertimos en ciegos creyentes de todas las disparatadas explicaciones que se dan a los portentos religiosos o esotéricos, es entonces cuando nos convertimos en fanáticos; algo que lamentablemente sucede a menudo.
La experiencia mística produce una alteración emocional y mental extraordinaria en los individuos, una agitación psicológica que suele desembocar en el fanatismo. Y si a estas vivencias añadimos los fenómenos paranormales que suelen acompañarlas, la exaltación de las personas que las viven puede llegar al paroxismo. Las apariciones y los milagros, junto con las fuertes sensaciones experimentadas, son la causa de los delirantes fanatismos que a menudo presenciamos en las personas que les toca vivir este tipo de situaciones. No hemos sido educados para vivir esas experiencias. La mayoría de las veces ni creemos que puedan existir, y menos aún que nos puedan pasar a nosotros. Por ello, cuando nos suceden, nos suelen pillar por sorpresa, desestabilizan nuestra mente, y podemos acabar aceptando cualquier irracional explicación de los hechos a falta de una explicación más lógica y razonable.
Nuestra dimensión religiosa apenas ha evolucionado desde hace miles de años. Únicamente se diferencia el creyente actual del hombre antiguo en que tiene muchas más explicaciones irracionales que él para explicarse la experiencia religiosa. Las culturas de los pueblos se han caracterizado por sus particulares explicaciones que se daban a las vivencias espirituales, y hoy en día tenemos acumuladas multitud de creencias y de religiones que nos enseñan ―a su manera y de forma diferente― a interpretar las vivencias místicas.
Mas cuando, en los principios de la religiosidad, el hombre primitivo no tenía explicación alguna para sus vivencias espirituales, es muy probable que no tuviera grandes dificultades para crear un culto nuevo, y acabar explicándose a su manera lo que le pasaba. Si pudiéramos observar a nuestro antepasado místico, sin creencia alguna, sumergido en un puro éxtasis, experimentando lo sagrado, probablemente lo encontraríamos asustado, buscando instintivamente una realidad física donde apoyar su experiencia espiritual, buscando una explicación material para su vivencia espiritual. Y bien pudiera suceder que su mirada extasiada se detuviera en el sol, y su explosión de adoración acabara enfocándose allí, desde donde le parece que procede su luminosa experiencia. Y así terminaría adorando al astro sol, identificándolo como el origen y causa de sus vivencias místicas, como a dios. Pero mucho me temo que la esencia de dios no reside en astro alguno, aunque el culto a los astros haya sido frecuente en la antigüedad y les hayan funcionado a muchos pueblos como invocación de la divinidad, provocando experiencias místicas.
Este ejemplo nos puede servir para entender otras formas de adoración, otras formas disparatadas que toman cuerpo en la mente del hombre para justificar y explicar las complejas vivencias espirituales. Circunstancia que aprovechan los impulsos más peligrosos e irracionales del hombre para colarse en su vida. Pues, aquel hombre antiguo, convertido en un fanático del sol, acabará probablemente con su instinto de posesión exacerbado por lo descubierto. Formará ejércitos para defender su fe, enarbolará banderas con el símbolo solar, y declarará la guerra a sus vecinos, herejes que probablemente enarbolen la bandera de la luna, astro que a ellos les pareció como el origen de sus vivencias sagradas.
Y no digamos si ese hombre antiguo ya sabe escribir, porque entonces relatará en sus libros su historia sagrada particular, y ya no se enarbolarán las banderas solamente, ahora serán también libros, escrituras sagradas, documentos escritos donde quedará confirmado el registro de la propiedad divina. Y otro tanto harán sus vecinos. Y la guerra de las banderas se convertirá en la guerra de las doctrinas escritas (que todavía continúa en la actualidad); dogmas de fe contradictorios que se anulan mutuamente, pues si uno declara poseer el registro de la propiedad de la infinitud divina, los otros mienten, pues no puede haber dos infinitos diferentes.
En este nuestro paseo por el interior de las sectas nos vamos a encontrar a menudo con las experiencias místicas, y a la vez observaremos las contradictorias interpretaciones que de ellas se suelen hacer. La pasión suele cegar el entendimiento cuando se sienten las fuerzas espirituales. En todo momento habremos de esforzarnos por distinguir la fría realidad de una experiencia mística entre las exacerbadas interpretaciones que se dan de ella. Los cultos al sol o a la luna pueden estar llenos de grandes vivencias humanas, pero esos astros difícilmente pueden ser el origen de ellas tal y como sus adoradores han creído siempre. Ahora bien: ¿Estamos seguros de saber en la actualidad de donde proceden las vivencias religiosas? ¿Las viejas religiones universales o las modernas creencias no serán otras formas de adoración semejante al culto a los astros? ¿No son otras formas de apasionados fanatismos?