La eterna búsqueda del paraíso perdido

Existe un gran número de relatos mitológicos que nos hablan de nuestros orígenes, de un paraíso en el que vivíamos y de cómo lo perdimos.  Y aunque los detalles de cómo sucedió aquello varían de una cultura a otra, en lo que sí coinciden es en confirmar que un desenlace fatal nos alejó de una supuesta ancestral felicidad.

Si son o no son ciertas, alguna de esas viejas historias, es algo difícil de demostrar.  Desde luego que todas no pueden serlo, ya que sus relatos difieren notablemente de unas a las otras.  Dudo que algún día podamos saber a ciencia cierta cómo nos sucedió aquel desastre, o si en realidad llegó a suceder.  En mi pasear por los mundos sectarios he oído innumerables historias de cómo el hombre perdió el paraíso en el que vivía.  Cada diferente creencia religiosa o esotérica tiene su visón particular.  El relato bíblico, de nuestra expulsión del paraíso por el pecado original, es una historia más entre muchas otras.  No vamos a entrar en detalles, nos baste saber que, aparte de esos cuentos fantásticos, la Humanidad no ha cesado nunca de buscar el hipotético paraíso perdido. 

Sea cual sea la forma de vida que los seres humanos hayamos tenido en cualquier época de la Historia, siempre hemos intentado mejorarla buscando una felicidad que casi siempre se nos escapa de las manos.  El conformismo con lo tradicional, tarde o temprano, es abordado por nuevos cambios prometedores de un mundo mejor.  El desarrollo de nuestra civilización se debe a este impulso inconformista e investigador de lo desconocido. 

Nuestro comportamiento de incesante búsqueda parece confirmar que debimos de vivir en un estado más feliz que el actual.  Puede que nuestra profunda memoria nos recuerde que nos merecemos una felicidad mayor, y por ello no cesamos de buscarla.  Aunque también podrían ser los mitos sobre el paraíso perdido una justificación literaria de la fantasía de nuestros ancestros para un instinto de búsqueda innato en el ser humano; una entre tantas ocasiones en que la mitología escenifica en sus cuentos fantásticas explicaciones de los complejos impulsos humanos.

Ya sea porque realmente perdimos algún paraíso, o porque nos mueve una fuerza instintiva, el caso es que nunca hemos cesado de buscar.  Desde la antigüedad, y prácticamente hasta hace unas pocas décadas, la búsqueda se dirigía principalmente hacia aquellos lugares desconocidos de nuestro planeta.  El espíritu investigador y aventurero del ser humano se enfocaba fundamentalmente en descubrir nuevas tierras.  El paraíso se encontraba allende los mares, en tierras lejanas y vírgenes que se nos antojaban paradisíacas.  Pero, como la Tierra no es infinita, terminamos por buscar en todos sus rincones sin encontrar lo que andábamos buscando.  Una vez colonizado todo el orbe, se nos acabó la esperanza de encontrar el país de las maravillas; ya no nos quedan tierras por descubrir.  Sin embargo, continuamos rebuscando, con lupas, con microscopios y con telescopios; aparatos que nos permiten ver lo que se nos pasó de largo.

Las ciencias nos dieron nuevas oportunidades de búsqueda que, de alguna manera, nos ha llevado a vivir en un cierto paraíso.  A las personas de siglos atrás, nuestra vida les resultaría paradisíaca, la tecnología y la paz social que disfrutamos nos ha propiciado un estado de bienestar envidiable para cualquier civilización de la antigüedad.  Pero ni aún así dejamos de buscar.  Es como si cada paso que damos hacia nuestro bienestar no nos satisficiera por completo, como si al final tuvieran razón esos individuos místicos que no han cesado de denunciar el error que estamos cometiendo buscando la verdad y la felicidad donde ellos dicen que no se encuentra.  Y todo parece indicar que llevan razón: en el seno del materialismo parece ser que no se nos ha escondido el paraíso perdido.  Sin embargo, continuamos buscándolo en el seno de la materia, no hemos perdido las esperanzas; aunque cada día aumenta el número de quienes, aburridos de este tradicional método de búsqueda, indagan por las dimensiones espirituales.  Zonas vírgenes, desconocidas, buceando en nuestras profundidades, donde nos volvemos a encontrar con las frondosas selvas de los misterios, territorios soñados por los espíritus aventureros.  Pero donde, me temo, que no sabemos ni andar a gatas.

Es en estos ámbitos donde ahora se centra el mayor impulso popular de nuestro ancestral espíritu investigador.  Siempre buscando más allá, traspasando fronteras, venciendo el miedo a los peligros que nos puedan estar esperando.  Éste es el viejo y admirable espíritu humano, sobre todo en Occidente, que no cambia con el paso de los siglos, ni parece que cambiará hasta que encontremos lo que estamos buscando (si es que existe, evidentemente).

Las sectas son grupos de individuos que, como en el pasado, emprenden juntos la aventura de buscar una hipotética felicidad.  En ellos no cabe la duda ni la indecisión, sino no buscarían.  Nadie se arriesga por nada.  Por ello resulta siempre indispensable el apasionamiento, un cierto impulso fanático, para meterse de lleno en la aventura de encontrar el paraíso perdido, sobre todo para quienes van en cabeza en las diferentes expediciones, que cada día son más.

Esta nueva época de aventureros me recuerda a aquellos buscadores del oro, soñadores de una riqueza que muy pocos encontraron.  Ahora no es muy diferente, se sigue buscando el oro, en este caso el oro espiritual.  La aventura está llena de peligros: piratas y corrupciones internas atentan constantemente contra el elevado espíritu del altruista buscador empedernido.  Y son muy pocos los que encuentran algo valioso.  La mayor diferencia con la búsqueda material consiste en que el oro espiritual no se puede pesar ni medir, y es muy fácil confundirlo con todo lo que brilla.  Así encontramos a muchos buscadores entusiasmados con sus hallazgos, deslumbrados con el brillo de lo que consiguieron en su filón particular; pero, lamentablemente ―sucede muy a menudo―, sólo hay que esperar un poco para ver como el tiempo oxida su baratija.

En este mundo del espíritu, conviene recordar que no es oro todo lo que reluce.  En los mercadillos espirituales hay que estar siempre alerta para que no nos den gato por liebre.

 

Ver capítulo siguiente