La mala prensa 

           Allá por los años setenta asistí a una reunión internacional de los miembros de una secta de la que yo era adepto.  Esta organización tenía por costumbre no informar a la prensa de sus actividades.  Días más tarde leía sorprendido en una revista la noticia de nuestra reunión con todo tipo de detalles: ninguno de ellos coincidía con la realidad, habían sido todos inventados, con una imaginación apropiada para la ciencia-ficción, y que nos dejaba a todos los asistentes en ridículo.

Después de aquello empecé a comprender la mala prensa de las sectas.  Pregunté por qué no se le daba a la prensa una información detallada de las actividades, ya que no estábamos cometiendo ningún delito; pero se me respondió que daba igual: se les dijera lo que se les dijera, iban a escribir lo que les diera la gana. 

Yo, ciertamente, me quedé descorazonado.  Cuando una persona está en el interior de una secta es porque la considera un tipo de asociación positiva, y le gustaría informar de los beneficios que ―según su parecer― puede aportar a la sociedad y a los individuos.

Pero cuando uno se da cuenta que se ha metido en una guerra ancestral, entre el sistema dominante y las sectas, toma conciencia de que el proselitismo no es tarea fácil, y que aunque a uno le vaya muy bien con lo nuevo aprendido, no es nada sencillo convencer a los demás de ello: el sistema social vigente actúa como una enorme secta celosa guardiana de sus numerosos adeptos, y hace uso de las artimañas más viles para evitar que ni un solo individuo se salga de su costumbrismo, intentando proteger sus cimientos siempre cuestionados por las sectas.

La manipulación de la información es propia de toda contienda bélica y de toda guerra fría.  Tal es la mala fama que el sistema dominante puede dar a sus “enemigos” que puede conseguir que el pueblo los aborrezca aunque se trate de virtuosas personas. 

Ha sido tan brutal la cantidad de calumnias que se han publicado en torno a las sectas, y es tal la mala fama acumulada por éstas, que cuando te aproximas a alguna de ellas, y sin ni siquiera darte tiempo de preguntar, lo primero que les oyes decir es: “esto no es una secta”; pretendiendo así liberarse de la mala fama que acompaña a ese calificativo; negando lo evidente.

Nadie debería en nuestros tiempos de libertades avergonzarse de llamar a las cosas por su nombre.  No es digno de nuestro nivel cultural esta guerra sucia.  Si bien es verdad que la persona con revolucionarias inquietudes esotéricas o místicas ya no tiene ninguna espada que penda sobre su cabeza como en la antigüedad, también es verdad que hoy en día se le presiona socialmente para que no atienda sus inquietudes acudiendo a grupos de estudio y experimentación religiosa.  No podemos continuar anclados en el recuerdo de la infinidad de tragedias que las sectas protagonizaron en la Historia, observando sus actividades como residuos de un oscuro pasado.

Los partidos políticos, los estamentos militares y tantos otros tipos de agrupaciones sociales, que en el pasado protagonizaron tantas situaciones dramáticas para la Humanidad, ya son aceptados popularmente.  Nuestro nivel cultural ha corregido los errores del pasado y gozamos de una convivencia pacífica entre agrupaciones que antiguamente eran nidos de contiendas dramáticas.  Pero ¿qué está sucediendo con las sectas espirituales?  ¿Por qué no son aceptadas popularmente?  La mayoría de ellas ya no cometen las brutalidades que cometían en el pasado.  ¿Quizás se piensa que son innecesarias sus actividades e incluso dañinas?  ¿Se les considera un inútil reducto del pasado a extirpar de la sociedad?  ¿En nuestras relaciones con ellas manda más el miedo que la razón?  ¿No será la mala prensa un racismo encubierto, una agresividad contra el distinto, contra quienes viven de forma diferente a nosotros?

Por mucho que nos empeñemos en borrar del mapa a las sectas a golpe de insultos, me temo que será imposible.  Mientras no encontremos respuestas a las grandes preguntas sobre nuestra existencia, mientras nuestro interior siga siendo un gran desconocido, siempre habrá grupos de aventureros dispuestos a surcar los inmensos mares espirituales en busca de respuestas.  Fanáticos, muy a menudo, que proclaman a los cuatro vientos su grito de ¡tierra!, anunciador del descubrimiento de su soñado paraíso perdido. 

Las sectas tienen tanta razón de existir hoy día como hace siglos.  Los mares del alma siguen tan inexplorados como siempre, a pesar de nuestro supuestamente elevado nivel cultural.  Aunque pretendamos apartar de nuestra modernidad a las viejas sectas, la espiritualidad esotérica continuará resurgiendo en ellas, produciendo cierta inquietud social, llegando incluso a preocupar a las grandes magnitudes sociales que nos gobiernan. 

La política y la economía, dirigentes de nuestro mundo moderno, vigilan con preocupación el resurgir de la religiosidad, de ese poder que las tuvo fuera del primer plano del protagonismo social durante tantos siglos.  El materialismo va a defender su poder a ultranza; y aunque sea un poder que no corte cabezas, empleará, y las emplea, todas las armas de las que pueda hacer uso para defender su protagonismo social y a cuantos lo apoyan.  La exagerada mala prensa que tienen las sectas, el hecho de que ser sectario sea considerado un insulto, y el atribuir a todos estos grupos en general las barbaridades que haya cometido alguno de ellos en particular, son armas psicológicas que se están usando descaradamente en contra de un tipo de asociación que está pidiendo a gritos ser más reconocida públicamente.

¿No estaremos emprendiendo con las sectas una nueva caza de brujas al estilo moderno?  Y por parte de las sectas ¿no existe cierta complacencia en que así sea?  La persecución de sus líderes pertenece a un pasado glorioso que les es muy grato evocar, incluso en algunas de ellas se sueña con el martirio como expiación para alcanzar la salvación.

Esta es una situación que no puede mantenerse por mucho tiempo.   De hecho ya está empezando a cambiar.  Muchas sectas están abandonando su masoquismo y denuncian en los tribunales las injurias que se lanzan contra ellas.  Por ello los informadores cada vez tienen más cuidado con lo que dicen. 

La gran proliferación de medios informativos también está ayudando a cambiar esta denigrante situación.  La competencia conduce a aumentar la calidad del producto.  Un gran número de medios informativos están aumentando la objetividad en sus informaciones, y los reportajes sobre las sectas son de mayor calidad.

Esto nos puede llevar en un futuro no muy lejano a que podamos llamar a las cosas por su nombre, a que una secta no se avergüence de ser llamada así, y a que los ciudadanos no nos tengamos que enterar de que nos hemos metido en una secta después de llevar varios años en ella. 

 

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